El cornetín del vendedor de churros, sobre el hálito fresco del
atardecer, le hizo volver los ojos.
A través del vidrio, esmerilado por la cantidad de tierra acumulada
sobre el paño, se producían esos reverberos sepias, asincrónicos, de la gente
al pasar por la vereda como sombras un poco más densas, más compactas, dentro
de esa especie de humo.
La corneta emulaba el grito de Tarzán llamando a sus elefantes en medio
de la selva. Se repetía a intervalos regulares, precisos. Íntimamente el oído
se preparaba para la repetición, casi la esperaba en un estado de necesidad
acústica. La corneta del churrero sonaba en sus pocas notas, manteniendo un
crescendo paulatino y luego, ya superada la tangencialidad con la ventana
polvorienta, un diminuendo lento, metódico, hasta que el oído la olvidaba.
Durante la infancia de Samuel Casterán, un sonido corriente en las
calles de su ciudad había sido la bocina con el tema de Il sorpasso, famosa
película de Vittorio Gassman.
Nadie se privaba de acoplarle a su automóvil, camión, chata, rastrojero
y por qué no a su moto (neta o cicleta), aquellas notas que parecían una
especie de estentóreo vagido de la época, una advertencia general sobre un
cambio de rumbo, un grito desbocado que preanunciaba un suceso fatídico.
Casterán había nacido un año después de la Revolución Libertadora y bajo
su régimen, donde un peronismo proscrito intentaba en las fábricas no ser
reemplazado por un comunismo simbólico que pretendía ajustarse al cuerpo obrero
sus banderas, prácticamente con un éxito también simbólico y degradante para su
militancia.
Muchos intelectuales de la época – si no casi todos – lo practicaban
como a una moda de cafetín o de conciliábulo secreto, que, diferenciándose de
la doctrina, equiparaba las razones de quienes optaban por ella, a la creencia
humana de justicia e igualdad social, que
en el fondo son valores de la especie, apartidarios y apolíticos; son valores,
solamente.
Recordaba esas palabras de su abuelo dichas alguna vez en que hablaron
de su padre y casi sesgadamente también de su madre como seres mencionados al
pasar y entremezclados con la cosa de la bandería, cuando Casterán ya no era
siquiera un adolescente y su abuelo era un anciano más allá del bien y del mal,
superviviente a una vida entregada a entrar y salir de diversos infiernos y que
prefería no tener relación con los recuerdos que había dejado lejos, cosa que
compatibilizaba a la perfección con la posición de ese nieto que la vejez le
trajo por avión, como a un paquete que la mensajería entre países hubiera
extraviado allá lejos y hace tiempo.
De su infancia, Samuel Casterán había tachado la mayor parte y solamente
recobraba flashes extemporáneos, como el sonido de Il sorpasso en las calles de
la ciudad rebelde y combativa.
Tachada o dejada atrás, la infancia era un hecho que Casterán había
optado por derrumbar de su memoria, como a una zona en ruinas a la que nadie
accederá luego del bombardeo. A veces se sentía un fantasma extraviado que
entraba a aquel lugar casi por equivocación y encontraba su cuerpo inútilmente mutilado.
(De: Zonas inexactas)