Sol
de pólvora
El borde del crepúsculo ha dejado una especie de
llama migratoria que va y viene en el polvo, atenazando de a ratos la mirada.
Hemos pasado desde el alerta insostenible al más
insostenible letargo y nos entredormimos en la incomodidad de este clima
hediondo que inflama las mucosas y cuartea la piel hasta agrietarla con trazos
incisivos que arden si se rozan.
Todos nos bamboleamos como muñecos ebrios. Las
cabezas orbitan, caen, se levantan, caen, golpean hacia atrás o al costado y
vuelven a erguirse en un empalamiento adrenalínico, para regresar, después, a
ese mecerse brusco y pernicioso, del segundo de sueño.
Somos un amontonamiento de adefesios embalados en
una caja rota.
El camión que abre la marcha va perdiendo la
velocidad de crucero y se hace próximo, lentamente próximo, a pesar de la
distancia que debemos mantener para evitar asaltos y poder maniobrar de forma
independiente.
Quizás sea el cansancio lo que nos trae y nos lleva
el paisaje como pintado sobre globos de aire que engordan y adelgazan. Las
formas se acercan y se alejan, desprendidas del tufo a cuerpo y hambre, como
flatulencias animales que pululan en la morbidez de la semiinconsciencia.
Necesito dormir. Sueño despierto, con los ojos
abiertos a esas imágenes que ya no reconozco con la conciencia ajena a lo que
veo, huída, amorfa, exahusta.
El codo del japo me despierta como un torturador.
También, entredormido, los bamboleos le sacuden el
cuerpo que va y viene. Nos despertamos uno al otro, intermitentemente, dentro
de ese apretujamiento de estructuras flácidas, en que el cansancio nos tiene
convertidos.
El tumulto se escucha. Raja el aire un griterío feroz,
desordenado y el camión vira, ruge, vuelca, mientras llueven sobre nosotros las
granadas.
No alcanzo a desdoblar la pesadilla de la realidad, mientras
caigo rodando por la tierra abrazado al fusil, entre otro montón de cuerpos que
ruedan y se levantan y huyen o quedan allí, desperdigados lo mismo que sus
fuerzas que ya no los sostienen.
Todo adelante es guerra, gritos, tableteo y
estruendo. Estallan las granadas que brotan desde un borde terroso y enramado.
Del primer camión queda una cosa que arde patas
arriba y el segundo es algo de través, tratando de esquivar el estallido y el
posterior incendio.
A nuestro lado pasan esqueletos que corren dando
alaridos locos, arrastrando su pánico como una larga jauría de dementes que
vuelve sobre el camino hacia cualquier lugar que no esté allí.
Los que tenemos armas corremos hacia el camión
bloqueado. Repelemos el fuego que revienta en la tierra. Todo el camino está
sembrado de pedazos de gente y de carrocería.
El tiempo no termina, no se acaba.
Los refugiados huyen; sangrantes animales de
sabana, perseguidos y agónicos, cubiertos por la respuesta a fuego enemigo de
nuestras armas.
Quedamos allí, acorralados, en un mundo de pedazos
humanos, fuego y balas.
Miro al japo y él también me mira. Nos conocemos
hace tantos años que somos casi uno en el otro el mismo gesto.
—Hagamos un esfuerzo, Akhen...No muramos en África.–
me dice.
(de julio a septiembre, 2011)