Nipón se reclinó contra una de
las columnas que sostienen el alero de la galería frente al edificio principal
y cruzó los brazos.
No podíamos hacer mucho más que
eso. No más que detenernos a mirar.
Los pendejos, armados con pintura
en aerosol, lo hacían todo, pintaban todo, escribían todo. Hacían dibujitos en
las paredes grises y vetustas, corrían de un lado a otro, apretando las
válvulas y poniendo color sobre la niebla.
Yo había organizado la
experiencia con los más chicos, los que –siempre uno tiende a pensar que habrá
milagros– insistía en suponer que tienen los ojos llenos de colores a pesar
de.
En realidad quería un motivo, un
solo motivo, para no admitir que todo está perdido y que todavía hacemos falta
los crédulos que sostienen que en la vida se hace necesario cambiar aún muchas
cosas.
Con el Turco habíamos llegado
temprano.
En el escritorio me esperaban
varias cartas. Entre ellas un sobre grande, Air Mail, de una lejana, lejanísima
mujer a la que un día le dije –porque era lo único que me faltaba por decirle–
:¿Y si nos casamos? Quizás es por eso
de tener un lugar al que volver en el que alguien te quiera realmente, el tema
de acollararse aunque ya se sabe que no va a funcionar porque la vida se va a
meter demasiado en el medio.
Ella remitía – a vuelta de correo
– firmados los papeles de divorcio, que el Turquito, como mi abogado de parte,
le enviara sin demasiada ceremonia. Algo como ¿Te querés divorciar, Quemita?
Yo me encargo. Y expeditivamente me divorció a las tres firmas, no me fuera a
arrepentir y hacerlo trabajar al pedo.
Los pendejos parecían duendes.
Pasaban ellos y aparecían casas
con chimeneas que tiraban humo, árboles con manzanas, soles violetas, pájaros
verdes, monigotes de pelos parados, perros, autos, nubes, nombres, mariposas,
inventos, globos, flores, rayos.
Controlé el tiempo. Después le
dije al Tano que hiciera sonar el silbato.
Durante un rato, aún, los chicos
que pintaban no lo oyeron.
Jugaron a soñar. Jugaron a ser
chicos. Jugaron a que existe otro mundo sin silbatos, sin celadores de voces
altivas ni injusticias ni grises. Un mundo como el que yo quería para ellos.
Después, todos recuperamos la
conciencia.
Y ellos fueron dejando los
aerosoles en el cajón del centro del patio y las voces se fueron callando,
igual que las risas y las bromas.
Aunque el alrededor lucía
diferente. Mucho más luminoso que aquel gris despoblado sin habitantes mágicos,
con que las paredes estuvieron pintadas hasta que llegamos con el Turco y las
pinturas a destituir a lo incoloro.
Todo era diferente. Todo era
mejor y vívido.
Aunque muchos opinaron que
aquello era un enchastre, en realidad era un tumulto de colores molestando los
ojos, interfiriendo en el orden establecido para las cosas, alterando la
rutinaria estructura del gris inamovible.
A la Gran pintada Gran, siguió el
Concurso de Graffitis.
– ¿Y que escribimos? –
preguntaron.
– Lo que quieran. – les contesté.
A veces siento como que mis
pendejos no tienen imaginación. No hablo de fantasía. Hablo de imaginación,
como que les faltara algún resorte creativo. Agenesia creativa parecen padecer.
– ¡Guasadas no, que después hay
que borrar! – intervino Nipón.
– Lo que quieran.– autoricé yo –
Cualquier cosa que quieran escribir. Lo que tengan ganas de escribir. Algo de
sientan. Algo que precisen. Algo...que sé yo...que tengan ganas de decirle a
alguien.
Nipón se reclinó mejor contra la
columna. Yo me senté junto al Turco, al
borde de la galería bajo el sol igual que un perro, con la cara levantada al
mediodía en el que los pendejos continuaban chillando.
El personal de las “otras áreas”
nos miraba.
– ¿Sabés la mano que te van a
sacar? – me anotició Nipón – Pintar el Albergue es una cosa...que no es esto,
precisamente. Yo creo que te van a llamar al orden, Quema.
– Mejor esto que ese gris
angustia.– masticó el Turco la respuesta que yo no alcancé a dar.
– Me cago en el orden de los
colores neutros.– acoté yo, haciendo de refuerzo.
(De: A fojas cero, páginas en orden - ed 2005)