La carta bajo el agua
En el hombre habitan dos pasiones tristes:
el miedo y la esperanza.
Miguel Benasayag
Estamos
aquí, divirtiéndonos con negligencia.
Reímos
con negligencia, haciendo bromas de colores diversos y reímos con risas que nos
vuelven grotescos como si bailáramos con simios.
El agua
es como el vino en ciertos lugares. Vuelve hacia su niñez al hombre que no la
ha poseído y lo torna infantil, borracho de agua, agradecido y simple.
Así
estamos. Simples y agradecidos como hombrecitos de barro recién hechos y que
aún no se han secado para volverse estatuas que el fuego de la vida cocerá.
Estamos
frescos, húmedos todavía, crudos en la inocencia de este barro primario en que
los niños y los hombres no se diferencian mientras juegan a reconocer que el
agua es suya y les moja los labios y los pies caminantes y las lágrimas que el
agua les provoca.
A pocos
kilómetros sobre este mismo mapa con demasiada sangre y con tan poca agua, hay
guerra. Hay muchos hombres que matan a otros hombres, mientras estos de aquí
lloran de agua, de un agua inconcebible con la que no se atrevían a soñar para no
desesperar necesitándola como lo cotidiano, aquello que no requiere el esfuerzo
de caminar kilómetros para encontrar sus costuras marrones llenas de
enfermedades estancadas.
A pocos kilómetros
de aquí no hay agua, hay mucha sangre. Por eso nosotros llegamos con fusiles
hasta aquí, a revivir el agua y cuidar a estos cuatro muchachos voluntarios y
su proyecto acuífero.
Llegan
estos muchachos –frágiles como es la juventud solidaria– igual que la ilusión
desde otros mundos que viven otras épocas que no quedan aquí, porque aquí se
vive una época en la que el agua es un albur y la guerra un presente grabado
con machetes y con olor a pelo y piel quemados.
Nosotros
representamos este mundo de aquí que se defiende como puede y a veces se le dan
ciertos milagros que estaban prometidos para todos los hombres, como el agua.
Somos, con nuestros fusiles, este mundo de aquí en que se va del caos al suceso
como una contingencia cotidiana.
Trajimos
el agua hasta tu aldea refundada encima de sus muertos como te prometí. Y sé
que te enojaste porque no te permití acompañarme a hacerlo y quizás te humillé
con esta decisión de macho alfa que acataste como buen soldado, mordiéndote los
labios de besar.
Pero a
pocos kilómetros hay guerra aunque me digas que aquí siempre hay guerra, cosa
que también sé porque aquí vivo.
Entonces
te escribo porque siento que fui egoísta y te impedí esta mínima felicidad del
agua de tu pueblo y admito que tuviste razón cuando me dijiste: “Tú temes
por mí, pero yo quisiera morir después de ser feliz. Por favor, no cuides de mí
esta vez.”
A pocos
kilómetros se escuchan los combates, mientras en tu aldea los niños y los
hombres bailamos bajo el agua.
Quizás
mañana, esta agua que los voluntarios han descubierto en el fondo de tu patria,
sirva para lavar la sangre de todos estos felices que estamos aquí, a tan pocos
kilómetros del miedo y de sus truenos.
No te
enojes conmigo por no dejarte acompañarme. A veces me cuesta mucho decidir que cosa es la
mejor para nosotros.
(De: La pasión triste)