Somos este
desastre de jugos agridulces, este charco doméstico sin luna. En él hundo los
pies.
Llueve
despacio y se combate cerca, nuevamente. Ya no distingo el trueno del estruendo
bajo esta secuencia fabricada con tiempos que se acortan. Tampoco distingo un
resplandor del otro resplandor.
Hemos
tomado los fusiles y dejado las palas de cavar. Estamos tiesos en la misma
soledad de las acacias y con el oído y la nariz en vela. Respiramos con
dificultad dentro de esta cueva húmeda que es la noche del miedo.
Estoy
pero no estoy aquí en tu carta ni sé si mañana podré volver a ella; si estaré
aquí para volver a ella.
Uno se
acostumbra a las incógnitas y al final, la vida toda es una gran incógnita
porque nadie tiene comprado el día que viene ni la hora ni el minuto que
vienen. Sólo ocurren o dejan de ocurrir.
Hay
muchas cosas que ya me quedan lejos hasta de la memoria. Fluctúan los contornos
de esas cosas que me quedan casi en el olvido, como cosmos de agua. La vida ha
interferido en el recuerdo y me obliga a mirar el hoy y aquí.
A veces
evoco con este hábito de la melancolía, momentos que no están y ni siquiera sé
si acaso algún día estuvieron o simplemente sólo los escribí en un libro que
tampoco recuerdo. He dejado tanto libro a merced del silencio, allí, en ese
lugar mío al cual no volveré, que la mitad de mí es inhabitable. Quizás más.
Llueve
en tu nombre mientras me adormezco. El cansancio se vuelve inevitable cuando
agarrota el alma.
No es mi
turno de guardia y mi compañero repite varias veces:“duérmete hombre, aprovecha
y duérmete”, mientras me ve escribir.
Intento
hacerle caso igual que un charco que lixivia la tierra, lentamente, hasta que
sobre nosotros llueven balas, varias rondas de balas.
Mientras
corremos, mi compañero y yo, a asegurar el hueco en el perímetro, pienso en
cuánto me gusta mojado por la lluvia, un cuerpo de mujer.
El agua
se mete entre mis labios como un beso.
Imagen: Album de la tropa