Zona en el dolor
He
dejado la precaución de lado, a un costado del día que riela sus orillas con la
sensación tensa de haber muerto.
Sobre
nosotros cae una luz espléndida que el calor abarrota con enceres de polvo.
Somos un plano en vidrio bajo un sol que lame los vacíos fabricando espejismos
hechos con transparencias que nacen de las sombras. Quizás no estemos realmente
aquí.
Escribo
que me gustan las lámparas, sólo algunos poemas y mi vida es un miedo con el
que he aprendido a ser feliz. Me faltan dedos en la mano de escribir y me
sobran palabras en los ojos que ya no me duelen de esperar, porque sé que nunca
jamás pasará por ellos nadie al que yo espere con desesperación. Ni siquiera la
muerte se detiene porque se asusta al mirar lo que habita dentro de mis ojos. Si
yo la miro, se empavorece y huye. También me deja aquí.
Nuestro
vehículo proyecta sobre mi cuerpo una sombra metálica que hierve como pica el
sudor bajo la camiseta, en el roce grosero de los correajes sobre la piel
húmeda, agotada como un pelecho al que su propia vejez despedaza en colgajos
abiertos. Sopla viento caliente que evapora esa mínima humedad y fisura los labios
una vez y otra vez por más que la lengua se obstine en lubricarlos con la
saliva blanca y pastosa de la sed.
Mis
compañeros, los que me acompañan por el mundo, se han rebelado durante un
momento y me han expuesto a gritos sus opiniones. Me han gritado o han gritado,
porque gritar es muchas veces la pura y dura necesidad de un alarido que se
lleve en el lomo de su sonido a los demonios. Ellos me han gritado que ¿por qué
vinimos a parar aquí?¿por qué tengo que tener amigos aquí?¿por qué accedí a
cubrir este destino?
Sé
que mis compañeros no me gritan porque temen morir. Eso es algo superado ya por
todos nosotros. Hemos aceptado antes de este muchos destinos donde es fácil
morir. Pero, esta vez, todos estábamos relativamente acostumbrados a la
blandura del último lugar que con sus altibajos y sus desastres, era un
pasaporte al inestable territorio de la calma. Porque para la gente como
nosotros, la calma es un territorio siempre inestable, fugaz, inconsistente con
la profesión. En nuestro último destino había calma y la calma seduce y
pacifica los corazones que deben mantenerse en vigilia. Nos amansamos en
destinos con calma y resignamos nuestra ferocidad.
Aquí,
en cambio, todo es extremoso.
Mientras
escribo miro mi reloj. El tiempo corre. Huye, como todos aquí. Huye despavorido
como todos aquí, como nosotros huiremos en algunos instantes más, cuando nos
encontremos completamente convencidos de que los que tenían que llegar no
llegarán y nos demos por vencidos frente a un nuevo fracaso.
Estoy
sentado sobre el camino al borde del cual hemos estacionado los vehículos con
el riesgo fatal que eso conlleva. Mi espalda apoya contra la sombra de hierro
del transporte liviano. Escribo mientras espero. Escribo en la portátil que sostengo
sobre las piernas recogidas. Parezco ausente pero estoy alerta, en un
desordenado sobresalto que me eriza los vellos cada vez que un sonido
descompone el silencio.
—Aún escribes ¿eh?...No
pierdes las costumbres. –dice mi compañero que, de pie a mi lado, revisa
las distancias, señalando con los ojos la portátil– Nosotros hemos mejorado mucho desde entonces. Ahora hasta
tenemos internet.
Habla
con orgullo autónomo, hecho de victorias seculares. Ríe, como una redonda
comadreja. Le sonrío también.
—Allí
vienen.– nos avisa alguien.
Nosotros
recuperamos nuestros puestos y de repente vemos ese tumulto que se despeña
monte abajo como un río de telas tornasoladas que tropiezan, se enganchan, se
destrozan.
También
yo soy un refugiado que corre hacia la salvación cuando te pienso.
(Segundo diario del Kurdistán)
(Segundo diario del Kurdistán)
Imagen: Album de la tropa