—Despedazar es una palabra
que me seduce. Me excita profundamente pronunciarla, sentir como se deshace
sobre mi lengua y entre mis dientes. Puedo saborearla mientras se rompe y es
justamente eso lo que deseo…
— ¿Saborear o despedazar?
El hombre macizo, de cabello
abundante y nariz semítica, retiró cadenciosamente la silla y ocupó un lugar
frente a la mirada del que le hablaba en aquella oscuridad, untuosa y perfumada
con esencias pesadas y dulzonas.
Regresaba del váter y en los
supuestos de las cosas, su compañero de mesa no había interrumpido el diálogo y
lo proseguía exactamente desde donde el diálogo había quedado trunco cediéndole
espacio a las necesidades fisiológicas.
Mientras el que acababa de
sentarse esperaba una respuesta que no se producía, lentamente la luz difusa
fue creando los ángulos del rostro de ambos que la mirada podía distinguir y se
habituaron a la placidez mágica del humo, como si todos dentro de ese ambiente
pequeño, fueran genios liberados de momentáneas botellas, por error.
El hombre macizo hizo rotar
el vaso que sostenían sus manos y suspendido, observó en el trasluz los brillos
que rajaban de chispazos el líquido.
—No me explico cómo aceptaste
ésto. —dijo, acercando y alejando el vaso de sus ojos, igual que si midiera la
descomposición luminiscente de los líquidos y convencido ya de que el otro no
iba a responderle la pregunta que le hiciera al sentarse.
—Por congoja.
—Si…congoja. Y ahora ya te
nacen las ganas de matar.
—Dije despedazar.
—Alguien despedazado queda
muerto. —objetó el hombre macizo, meneando la cabeza—Y bien muerto que queda. —refrendó.
Abandonó su insistente
curiosidad por los resplandores para mirar a su compañero que permanecía de
perfil a él, como un recorte.
—No hablemos tonterías. Sólo explícame.
—le pidió el otro y lo observó mirarlo, con una aplomada lejanía en los ojos
que el hombre macizo no pudo trasponer.
— ¿Hasta dónde conoces la
historia?
—No la conozco. Si tengo que
escribirla quiero hacerlo a mi modo. Eso es lo que le dije al productor. Mi guión,
mi filmación. Yo escribo y dirijo. Pero me tiene alguien que explicar mejor qué
cosa voy a escribir y qué otra voy a dirigir.
— ¿Por lo menos trajiste tus
técnicos? —preguntó el hombre macizo y de inmediato desestimó sus propias
palabras con movimientos de “no importa, digo tonterías” y sonrisas que anegó
dando sorbos al vaso luminoso— Cuatro actores. Dos conocidos y dos
desconocidos. Es una coproducción… Imagino que eso, al menos, te lo habrán
dicho.
—Pues no. Me sacaron de la
historia de mi vida y aquí estoy. Es cierto que la de mi vida no iba bien
últimamente, así que quizás me traje solo, tuve ganas de salvarme de mí con
algo que me recordara mis buenas épocas y por eso acepté. Lo que sí tuve claro
es que no había opción con los actores. Tampoco elegí una opción para mí, más
que mis técnicos…pero se cuidaron de avisarme que fuera una coproducción.
—Suelen olvidar esos detalles
cuando eligen un director talentoso. —murmuró el hombre macizo.
Dejaron de hablar,
tácitamente, mientras el camarero llegaba con la cena.
Un joven rubio cantaba en
español una canción difusa.
Flashback
Janis Miller era una mujer
rota en quien las gotas de humanidad se habían secado mucho tiempo antes de ese
día que encontraba, absorto frente al mar, a su ya establecido perfil agresivo.
Estaba allí, con los ojos
apretados al oleaje como a una sucesión de problemas que llegaban, sobre la
playa, a roerle los pies.
Miraba al hombre jugar con la
fuerza del mar. Era como si un pájaro seco planeara adherido a una curva estantería
de agua.
Janis Miller lo observaba con
la misma actitud de un niño frente a un escaparate, asombrado con un muñeco
mágico del que no entiende el mecanismo.
Varios pasos más atrás, su
asistente aguardaba, también mirando al surfista que entre los otros desafiaba
con pericia las curvas espumosas o dibujaba veloces contorsiones en los
vientres acuosos para emerger como un patinador fantástico.
—Nunca cambiará…De esta misma
manera lo conocí. —dijo Janis Miller— De esta misma exacta manera.
El recuerdo le trajo un mal
sabor de boca que negoció consigo misma tratando de aferrarse al pensamiento de
que en aquel entonces ella era joven y estaba tratando de hacer las cosas bien,
respondiendo con todo su potencial a lo que de ella se esperaba, tratando de no
fallar, de maximizar su eficiencia en pos del objetivo exigido.
—Sé que nunca me perdonó. —volvió
a murmurar, como si a su asistente de ese momento y allí, le importaran sus
viejas historias sin heroínas ni éxitos— Recurrir a él es… cuanto menos… embarazoso
para mí.
—Primero debería estar segura
de que “él” integra el proyecto, señora.— intervino la asistente de Janis
Miller, que también observaba al hombre entre las olas— Más bien, parece que
estuviera vacacionando.
El hombre retozaba como un
delfín feliz.
—Si…eso me han dicho. Que
está de vacaciones…pero ¿justo aquí?
—Puede ser una coincidencia.
Es un buen lugar.
—En estos asuntos no hay
coincidencias.
Todo había salido mal. Desde
el comienzo todo había sido una sucesión de hechos conflictivos que no
terminaban de resolverse de manera idónea, quizás porque en ningún momento
primó para Janis Miller y su equipo, el deseo de no obstaculizar la realización
del proyecto o por lo menos, de facilitarla.
Habían insistido, ya bastante
tiempo atrás, en sumarse a él mediante una tediosa negociación de intereses y
cuando por fin consiguieron asociarse con los actores originales entre sonrisas
y apretones de mano, decidieron que serían mejores diligenciadores del mismo y
todo se centró en correr de la escena a los que la habían ocupado primero.
En el medio de aquella
problemática puja de poder sobre el plató, la muerte de Carven descolocó a
todos y los sostuvo en un suspenso incómodo y con pocas o ninguna respuesta.
El hombre salió del mar y
Janis Miller, con un gesto, ordenó a su asistente que le diera privacidad con
aquel que se adentraba en la playa, sosteniendo la tabla de surf bajo el brazo,
como si estuviera solo en el planeta.
Si él la reconoció y pese a
reconocerla siguió caminando como si no la hubiese visto acercándose, era algo
que Janis Miller esperaba.
En cualquier otra circunstancia
que no fuera la actual, la mujer habría evitado el confronte personal entre
ellos y enviado a alguien de su entorno cercano para intentar los buenos
oficios. Pero decidió hacerlo ella misma, asegurarse de que el otro comprendiera
la gravedad y las implicancias, acortando una brecha de negociación que sin
duda —dadas las características de aquel que ahora, detenido, sí la observaba
con una quietud monolítica— hubiera llevado mucho tiempo de tire y afloje.
El hombre dejó de mirarla al
tiempo que arrastraba la toalla por el cuerpo, quitándose los restos del mar. Y
tampoco volvió a mirarla cuando ella se detuvo, saludándolo con incómoda
afabilidad.
—Esto es tan dificultoso para
mí como para ti. — fue al grano Janis Miller, percibiendo en la distancia entre
ambos cuerpos, una química venenosa y espuria— No creas que es fácil. No lo es.
— ¿Quieres alguna cosa?—
accedió él al diálogo— Porque estoy corto de tiempo.
Recogió nuevamente la tabla y
comenzó a caminar hacia los vehículos estacionados, sin reparar si la mujer lo
seguía o quedaba allí, varada en la playa. La sintió detrás de sus pasos, un momento
después.
— ¿Quieres que me disculpe? —preguntó
ella, cuando consiguió alcanzarlo.
—Es muy tarde para eso y no,
no acepto disculpas ¿Se te ofrece algo más?
— ¿Puedo preguntar qué te ha
traído aquí?
—Congoja. Eso me ha traído
hasta aquí… Ahora, permíteme… tengo cosas que hacer. —cortó él toda vía de
comunicación, apartando con un movimiento casi brusco, el cuerpo de Janis
Miller de la portezuela del automóvil.
El hombre intentó acomodarse
en el asiento pero la mujer se interpuso entre su ademán y la butaca.
—Necesitamos hablar tú y yo,
Roguiel. No pueden evitarme si quieren que el proyecto vaya adelante. No pueden
negarme participación.
—No sé de qué me estás
hablando. Y tampoco me interesa, sea lo que sea. —replicó él, con incómoda
desidia y luego empujó a Janis Miller para quitarla del lugar que obstruía.
Se deshizo de ella hacia un
lado y la sintió trastabillar por el impulso agresivo de su gesto, como si todo
en la mujer estuviera a punto de desmoronarse más allá de aquel empujón.
Roguiel no se detuvo a
analizar la percepción. Azotó la puerta del automóvil al cerrarla y el vidrio
oscuro descendió lentamente hasta que Janis Miller pudo ver los ojos del
hombre, fijos en los suyos, mientras el motor se inquietaba en un suave ronroneo.
—Y dile a tu gente que deje
de seguirme. Estoy de vacaciones. No cometas el mismo error conmigo, una
segunda vez. —recomendó él, al tiempo que se calzaba los lentes oscuros porque
el sol del mediodía rechinaba de verano sobre su mirada.
Ella le entregó una tarjeta,
casi obligándolo a tomarla antes de que pudiera pisar el acelerador.
—Llámame…llámame a ese
número, por favor. Es imperioso que hablemos, Roguiel. Por el bien de ambos es
imperioso que hablemos. —insistió.
—No me interesa el lío en el
que estés metida ni cuentes conmigo para que te saque de él. No tropiezo dos
veces con la misma piedra ¿sabes? Así que no tenemos nada que conversar sobre
nada tú y yo.
—Carven murió. —disparó ella.
— ¿Y a mí qué?— replicó él y
se perdió en el tránsito general sin despedirse.
(De: El guión de Congoja)