Tenía ese vago aspecto de los
animales muy tristes. Ese aspecto licuado, como de gemido, de estadío anterior
a la desaparición material e iba con él a todas partes, sin arreglarlo,
urbanizarlo, componerlo o disimularlo.
Usaba trajes de mala
confección que confrontaban rigurosamente con su billetera, así que el suyo era
un personaje anecdótico, visible y oscilante, que molestaba a veces y otras
daba pena.
El hotel tenía un casino para
huéspedes así que en ese lugar era donde Grübber se alojaba durante el día y a
veces también, durante parte de la noche. Jugaba con mesura matemática, pero no
salía de aquel ámbito, como si el resto de las dependencias le produjera alguna
suerte de alergia.
Cuando el sueño lo
sorprendía, recogía sus fichas y se iba como si se arrastrara.
Siempre había sido así. Alto,
longilíneo, cargado de hombros igual que una marioneta mal sostenida por su
titiritero. Un muñeco mal armado y mal vestido que ocultaba la brusca
profundidad de sus ojos detrás de unas gruesas gafas con marco prominente que
descansaban torcidas sobre el puente de su nariz desordenada.
La muerte de Carven le había
sentado mal porque había llegado a estimar a La Cabra luego de mucho confrontar
con él. Además, no confiaba en sus compañeros, porque era parte de sus sanas
costumbres desconfiar de lo desconocido.
Por antigüedad y afinidad con
Carven, fue quien recibió la noticia y tuvo que transmitirla a los demás tal
como era él, sin ceremonias. Buscó la oportunidad y los puso al tanto con un
escueto: Carven falleció. Esperamos instrucciones.
A Eite le agregó: No te
emociones. El que venga puede tener olor a pies.
Por qué Carven se obstinaba
en mezclar novatos con profesionales era algo que siempre había generado
discusiones entre ambos.
Carven decía que alguien
debía hacer eso y Grübber sostenía que no debían ser ellos.
No planteó ni se planteó
reemplazar a Carven porque no era lo suyo y además tanta responsabilidad lo
ponía tenso y ojeroso y los desayunos le caían mal hasta el punto de no poder
tragar bocado así que prefería que esos malestares le tocaran a alguno con el
estómago menos sensible y con más carnes de las que él tenía.
Cuando Carven lo convocó,
Grübber aceptó con la condición de hacer de ese su último reto y luego
retirarse tranquilamente a una comunidad rural que subsistiera sembrando
viñedos.
Ahora y allí, frente a ese
café denso y aromático, sentía, muy dentro de sí mismo, que su cuerpo huesudo e
inarmónico era una rata desproporcionada, atrapada en una trampera demasiado
pequeña de la que, sin embargo, no conseguía zafar.
Leía el periódico con
estolidez de turista, atisbando de vez en vez el comportamiento disfuncional de
los novatos a los que su prudencia prefería no acercarse justamente por lo
disfuncionales que se comportaban en aquel ámbito tan precario como hostil.
Para Grübber y con el correr
de los años, todos los ámbitos eran hostiles y más hostiles eran las personas
que no podían conducir su hostilidad hacia la calma. Prefería por ello que Eite
se entendiera con los novatos, porque lo femenino siempre es más contenedor,
suponía, aunque ella tampoco estaba muy predispuesta a ejercer de niñera
remendando desinteligencias del mismo modo en que Carven lo habría hecho.
Después de la noticia, lo que
más molestaba a Grübber había sido la respuesta a su requisitoria de cómo proceder
o a quién esperar, porque claramente no existía un candidato próximo para tomar
el papel de Carven a su cargo y que tuviera características similares a Carven
para hacerlo.
La voz en el teléfono le
había dicho con sencillez: “Estamos evaluando posibilidades”, cosa que claramente
hablaba de que no encontraban dentro de lo visible alguien que sirviera al
propósito.
Como todos los días untó el
pan con una lámina de mermelada intensa, pulposa y dulce.
— ¿Mermelada de…?
La voz le sobresaltó el
mordisco y lo obligó a girar el torso hacia la derecha, para descubrir en la
mesa contigua a quién le preguntaba por el sabor del dulce, señalándole el pan
untado, casi con inocencia.
—Higos. —respondió Grübber,
sin sonreír.
—Parece de blackberries desde
aquí.
—Higos. —volvió a gruñir
Grübber y regresó al periódico con el estómago cerrado antes de admitir
siquiera un sorbo de café.
(De: El guión de Congoja)