El dolor de las costillas
regresó como las otras cosas. Fue por el brote. La tos continua, la dificultad
cada vez más notoria para acompasar la respiración y por fin los hilos se sangre
son la presentación de credenciales. Regresó el virus. La muerte, otra vez,
reabrió su sede diplomática y sentó en un lugar de privilegio a su mejor
embajador.
Las costillas no terminaron de
soldarse. Seguramente la tos remeció el callo óseo y por eso, como el virus,
regresó a mí el dolor.
El lugar donde estamos es
insalubre y ayuda poco y nada a que cualquiera de nosotros se sienta mejor. Ni
los jóvenes ni los viejos nos sentimos moderadamente a gusto. El espacio es
estrecho, calenturiento, falto de ventilación, arenoso. Superponemos en él
nuestros diversos humores. No somos muchos, pero en la pequeñez, sobramos.
La tensión también ocupa
espacio. A veces ocupa todo el espacio que tenemos y nos empuja hacia la pestilencia.
Mis ojos siguen un polvoriento
rayo de sol que atraviesa las celosías entornadas. Es una flecha que tiembla,
estática y fija, clavada en un pequeño charco de luz sobre un papel. Me
distraigo en su pulsátil estructura como en un puente inmaterial. Uno, a través
de él, mi pensamiento con la calleja de ruido apaciguado. A esta hora, aquí, el
sol maldice al hombre. Nos ocultamos de él, como alimañas.
La cortina embolsa un hálito de
aire que el ventilador bate. Es un tufo imposible de quitar. Lo llevamos
adherido, como presos de un estigma fétido. Impregna las mucosas, aún al aire
libre. Es una enfermedad que contrajimos entre el encierro, la miseria y la
ansiedad, un olor carcelario y carcelero.
Este primer piso que ocupamos
no difiere en demasía del resto del tugurio. Cruje malignamente. Todas las
voces se escuchan, todos los ruidos hacen mucho ruido. Todas las alertas despiertan
más alertas.
Por mi espalda el sudor forma
una bahía oscura adherida a la camiseta. La siento como un vaho húmedo que corre
hacia abajo, siguiendo la forma de la silla en la que me reclino por momentos
mientras busco pensar. También tengo mojados los vellos del pecho. Los veo pegoteados
a través de la abertura del escote V en la imagen que un espejo de mal azogado
me devuelve. En realidad, estoy todo mojado. Mojado y maloliente como un perro
que retozó en un charco.
Los jóvenes y los viejos hemos
perdido las pequeñas costumbres. Ya no nos afeitamos y mantenemos una especie
de desaliño natural en el cabello que el polvo y el sudor empastan.
Este es uno de los pocos momentos
en que la madriguera es toda mía. Estoy solo, conmigo y sin ellos. Solo con lo
que soy, con lo que veo, con lo que huelo, con lo que pienso. Solo, como un viejo
animal, aún no del todo miserable, que conoce los caminos al agua y por eso todavía
las jaurías recurren a él.
No me veo los ojos en el espejo
sino como algo que se evita mirar. Un monstruo bendecido por la eficiencia de
la niebla que lo protege y mima como a su hijo dilecto. Su feroz y bastardo
hijo dilecto, al que nunca reconocerá pero igual ama.
Me llevo agua a los labios. Está
tibia. Cae despacio por mi garganta como gotas de barro que me producen náuseas.
Como el virus.
Arrastro la pistola por mi
frente. El frío del metal despeja esa sensación opresiva que acampa en mitad de
mi entrecejo. Su maligna frescura es toda alivio.
Cierro los ojos y me dejo
estar.
(De: Sensación de moebius)
(De: Sensación de moebius)