En mi corazón late
un frío sonoro, pálido por momentos. Late, indisciplinado como la rabia. Se
apaga y vuelve y vuelve y se apaga, como si estuviera hecho de mar profundo.
Llevamos un buen
rato esperando a Al-Shawiri. Es un hombre puntual y meticuloso con el que me
llevo bien.
En general y a
pesar de las complicaciones de este ramo, también en él se establecen simpatías
y se otorgan votos de confianza. Habitamos en el archipiélago de los solos y,
de vez en vez, hacemos señales hacia las otras islas. Señales sencillas, que
puedan ser reconocidas sin dudar, reconocidas, como parte de un código del que
se respeta su cifrado. Los que no lo respetan son invasores. Eso también forma
parte de nuestro códice de supervivencia.
Con Al-Shawiri
puedo conversar de muchas cosas. Compartimos el sesgo de otras vocaciones a las
que le dedicamos un tiempo que intentamos guardar en los bolsillos, robándolo
al tiempo que nos roba la vida. Escribe, como yo, e igual que yo tiene momentos
de debacle y brillantez que oculta en sus libros con un nombre de guerra que no
usa en la guerra. Ni él ni yo usamos nuestro nombre de tanto usar nombres de
guerra que nos permitan escribir de guerras y de todas las miserias
subrepticias que abonan el territorio del terror al ejercicio de la condición
humana.
Al-Shawiri y yo
solemos encontrarnos en alguna que otra Feria del Libro de tal o cuál lugar. Damos
conferencias breves y escapamos de la multitud, con ese anonimato protectivo
que tienen las arañas: cazan y desaparecen en sus lugares cuevas. Solamente
vamos a puntuales sitios donde estamos a gusto y podemos retirarnos rápido por
las puertas laterales.
David no es
escritor además del trabajo oficial. Él es anticuario. Posee una tienda mágica
en Tánger que las otras rutinas le obligan a abandonar o delegar en manos de
otra miembro de la raza que además de ser de la raza, es pintora.
Al-Shawiri sostiene
que vivimos fuera del mundo de los demás y que por eso podemos escribir
historias que parecen películas o sencillamente, ficción, novela negra. Eso nos
da un plus en el campo de la realidad. Vivimos en una especie de cuento por no
decir que vivimos en una mentira constante en la que nos enriquecemos de tanto
empobrecernos. La única fortuna es poder poner en una hoja de papel esta
colección de monedas de miseria que vale lo que somos. O no vale. En realidad,
no vale nada ese aspecto prescindible en que nos sumimos de jóvenes por
aventureros y de viejos porque no servimos para nada más.
Acabamos viviendo
en dos cuentos: el de la cruda y ardua realidad y el que escribimos para
soportar el primero.
Dos cuentos al fin,
ni más ni menos. Como si fuéramos sólo un personaje.
(De: Sensación de moebius)
(De: Sensación de moebius)
Imagen: Reader by H. Koppdelaney