Benedict me jugó una
de sus malas pasadas y ahora ya tengo que ser drástico. Yo soy el que tiene que
ser drástico porque él me cubrió los ojos de ver con sus manos de acariciar,
con sus manos de sostener, con sus manos de abrazar.
Él me cubrió los ojos
que veían las señales y los oídos que las escuchaban como un estallido hecho
con alarmas infinitas. Me persuadió con suavidad de dejarlo hacer, de darle la
oportunidad de remediar, de sanar, de intentar ayudar. Su voz se impuso al
frenético chillar de mis alarmas que gritaban: ábrete, ábrete de ahí, todavía
estás a tiempo, ábrete porque te vas a joder, el despecho es una situación
irremediable.
Pude mantener el orden
durante algunos días a pesar de que todas las rogativas externas que coparon el
buzón de correo comenzaron a encimarse, a formar montículos de llantos o de
exigencias que se superpusieron, unos sobre otros, hasta bloquear la puerta.
Mandé a Benedict a explorar el Congo y establecí
un muro de silencio frente al muro de cartas sin abrir.
Fui prudente porque
soy prudente y analítico cuando Benedict no juega en mi partido y, aunque todo
aquel voluminoso material seguía llegando, opté por no mirarlo siquiera de
reojo y dejarlo en el porche de los lamentos sin codificar.
Cuando Benedict volvió
del Congo, empezó la debacle porque rompió el silencio que tan saludables nos
mantenía a salvo.
También yo tuve que
decir en esa oportunidad algunas cosas, como para cortar el maremágnum, pero
él, con esa piedad tan suya y tan abstrusa y su ridícula vocación de servicio
voluntario para la asistencia de las almas en pena, quiso intentar remedios de
esos que no existen para curar corazones que no es que se rompieron, es que
nunca fueron corazones sino estómagos de gorditas arañas venenosas que tienden
sedas pegajosas y dulces para atrapar incautos escarabajos feos y piadosos como
Benedict.
Ahora que sabe que
siempre tuve razón, lo senté junto a mí a leer tanta correspondencia malhadada,
donde se acumulaban, una detrás de otra, las señales de peligro que él jamás
entendió más allá de la pena que le daba la mano que escribía.
Benedict se pone muy
tonto frente a los que le cuentan extensas letanías de infortunios.
Las señales siempre
estuvieron y además, yo las reconocí. Eran macabras y brillan aún violentamente
al repasar tanto falaz palabrerío y pienso entonces en mi responsabilidad.
Estamos en este
desgraciado punto de la historia porque, aunque pude transmitirle a Benedict
que todo lo que esa correspondencia encerraba era un largo artificio conflictivo
escrito desde un puño delirante que tarde o temprano giraría, no para
devolverle el sostén o la caricia sino para clavarle los quelíceros - dormido y
por la espalda-, no lo hice.
Las cartas siguen
allí. Ya llegará el momento de necesitar un buen fuego que ilumine con claridad
y para Benedict, el rostro de la araña. Espero que me escuche cuando le diga:
“no, no te necesita, es un araña” por más que Benedict vea una mujer que llora.
—Miller siempre fue
peligrosa. —dice con lentitud David Rojas mientras retira de sus orejas los
auriculares e intenta estirar las piernas— ¿Escribes sobre ella? Hasta que no
la mates no vas a resolver ese asunto. Es algo que todos sabemos, tío…
—Tiempo al tiempo.
Las venganzas están hechas para paladares exigentes.
La voz de Jaid se
apaga dentro del estrecho espacio de la van, como bajo el peso de su mano se
apaga la luz de la portátil.
(De: Sensación de moebius)