“En los momentos de debilidad
es cuando se mide la capacidad de recupero. Uno se ciñe el alma igual que un
cinturón para que los pantalones no se le caigan por ahí y quedar en pelotas. Ciñe
el cinturón, ajusta y se re-viste con esa nueva imposición al orden. El alma acata
con la docilidad de un perro confinado a la voz de entrenamiento, porque el
entrenamiento en el deber confina el alma al territorio del orden y del acatamiento.
Son territorios de la
fortaleza donde el alma deja de opinar y se limita a la obediencia debida. Las
objeciones quedan para lo privado de la almohada, lo mismo que las lágrimas y
el odio.
Se deja de pensar y de
sentir, porque el deber requiere deshumanización y uno aprende a ser un
dishumano que nunca siente nada o que si siente, lo hace como un acto privado,
como sería cagar. Uno siente y caga a solas con el uno mismo en que se caga por
sentir lo que no debe
De cara al deber uno aprende
los rictus de la estatua y también sus beneficios. Uno se ampara en el rictus
de la estatua y nada se traduce ni trasluce. Aguanta ahí, lo mismo que la
piedra, lo que todos los demás son incapaces de aguantar sin llanto.
Aguanta. Sólo y simplemente,
aguanta.”
— ¿Me escuchaste bien,
Benedict?
Obedientemente le digo que sí.
Él tiene mucho oficio en salvarnos a ambos; casi el mismo que yo tengo en
hundirnos.