—No lo hagas otra vez… Otra vez no.
Eso es lo que ella me dijo cuando le
dije: Me voy, tengo que hacer.
Al cabo de los días, el pájaro
terrible se ha agostado y adopta un color gris como ceniza de un fénix que no
renacerá. Sólo ceniza apenas, que se vuela en el pequeño viento cotidiano, como
si fuera los últimos retazos de un pájaro cadáver.
Camino hasta mi hotel por esta
calle que se agolpa sola en su si misma. Camino solo por una calle sola en una
ciudadela hecha con trampas y hecha con venganzas. Es la calle ideal para los
tipos que en la vida funcionan como yo. Camino, como caminan los desangelados a
través de las sombras de sus ángeles.
La noche es un denso arrumaco de
gatos.
Pienso, mientras camino por esta
untuosa turbidez, que en realidad no sé si acaso yo también no sea gato, carne de
burdel que a veces paga copas en una barra lúbrica sólo para observar lo que
sucede en ese brumoso alrededor nocturno que siempre huele raro. Pero uno
acostumbra a moverse en ese formato de alimaña que solamente de noche hace lo
suyo. Se acostumbra a pegar sin sentir culpa y también a matar sin sentir
culpa, porque todo depende de cómo uno maneje la justificación que el deber
impone.
Aunque estemos con otros, algunos
somos seres empedernidamente solos. Por eso, en esta ciudad no tengo amantes.
Nunca tuve amantes en esta ciudad, de esas que te esperan para toda la vida.
Esta ciudad es como ella misma, sólo un “toco y me voy”, todo de paso, efectivo y fugaz. Nadie ancla aquí. Todo sucede como si no existiera y fuera sólo una figuración, apenas un mal sueño, una desbordada pesadilla, un acto impensando, la ocurrencia momentánea de un prestidigitador.
Todos somos prestidigitadores aquí.
Esta ciudad es como ella misma, sólo un “toco y me voy”, todo de paso, efectivo y fugaz. Nadie ancla aquí. Todo sucede como si no existiera y fuera sólo una figuración, apenas un mal sueño, una desbordada pesadilla, un acto impensando, la ocurrencia momentánea de un prestidigitador.
Todos somos prestidigitadores aquí.
De tanto perseguir al monstruo, uno
se vuelve el monstruo.
La calle por la que camino y me
lleva despacio hacia el hotel, parece un recoveco. Igual que yo.
También, igual que en mí, no hay luces en el túnel.
(De: Hijos de tierras áridas)