Los ‘60
¿Qué
te enseñan las guerras?
Las
guerras te enseñan lo que vale. Aquello que vale de verdad. Y si venís de
perder todas las guerras, sabés quién cree y quién no cree en lo que dice (o en
este caso particular, en lo que canta).
Yo
conozco el fenómeno porque en mis malos tiempos fui famoso (discretamente
famoso, digamos, para no caer en especulaciones). Luego, no quise serlo más
porque tenía demasiado que decir y los famosos suelen decir lo que les conviene -para no perder la condición- en vez de decir lo que piensan (o sienten).
A
veces, esos que se erigen en la representación de la masa, solo son eso. Van a
lo que les conviene y sobre el escenario no son otra cosa que lo que les conviene.
Después
de todo, para eso son los escenarios, para montar escenas.
La
vida, en realidad, es una escena.
Quizás
he ido a demasiados recitales de rock. A demasiados. En épocas confusas, donde
pensar distinto era impensable.
Ya ni
la juventud que grita es un baluarte.
Nosotros
sabíamos por qué gritábamos y así nos fue. Así nos fue. Ya fuéramos justos o fuéramos
pecadores. Igual, así nos fue a todos por igual.
La escena,
el escenario, el pogo, son los mismos. Quizás hasta los jóvenes son tan los
mismos como éramos nosotros, los crédulos de entonces. Creíamos en las letras que
escuchábamos y luchábamos por llevarlas a cabo.
Los
que las cantaban nos mintieron, porque si esas eran de verdad sus letras, deberían
estar muertos, como todos los que creímos en lo que sus letras predicaban para
identificarnos.
Ellos
no murieron y nosotros si. Algo está mal en eso. Ellos se hicieron ricos vendiéndonos
álbumes de sueños a todos los que morimos creyéndoles. Y no haré nombres hoy.
Es el
insensato poder de la palabra unido al poder de la música y a la expectativa de
una juventud que se repite con la expectativa de rebelión que tiene toda juventud.
Después
de tantos y tan estúpidos años de perseguir consignas que no existen y que, sin
embargo, alimentan el burdo idealismo que es sine qua non la máxIma virtud de
la juventud, he aprendido que la venta de humo es redituable y que nadie gritará
por un micrófono, desde lo profundo de su convicción que hay dos cosas que no
se negocian: la dignidad y la libertad de pensamiento.
Pueden
gritarlo porque convenga monetariamente al momento en curso, pero el grito del
que cree, es otro grito. Es un grito único y espontáneo, como es la juventud.
"Cuanto
dolor se agrupa en mi costado"…mientras el mundo se va por el desagüe.