Hay días en que mis
hombres vienen a golpear la puerta de la habitación en que me hospedo. Llegan y
golpean diciendo: “Jefe, jefe ¿jefe, está bien?”
Se preocupan frente
a mi impuntualidad porque no estoy para encabezar las acciones del día antes que
cualquiera de ellos. Cuando están todos y tienen que esperarme, ocurre eso. Una pequeña comisión golpea mi puerta, primero suavecito y cada vez más
enérgicamente, preguntando: “Jefe, jefe ¿está ahí? ¿Está bien, jefe?”
Hace un tiempo que
sucede seguido.
Ellos lo atribuyen
al desgaste físico que tengo y del que nunca termino de recuperarme. Pero no es
lo que ellos creen lo que pasa. Es otra cosa, sobre la que no consigo el
control.
Los sueños me
atrapan, me envuelven en una telaraña espesísima y llena de imágenes.
Los
sueños me secuestran como si me introdujeran en desesperantes películas de
acción horrorosa en las que me fue otorgado el protagónico. Me resulta
imposible deshacerme de los sueños, salir de esa vorágine, nadar hacia las
costas de la vigilia.
Los sueños me
atrapan como a un pez boquiabierto en un trasmallo y cuanto más lucho por
salir, más me hundo en ellos, más me enredo en ellos, más ellos me poseen.
No sé si no era
preferible el ancho insomnio a esta fecundidad de pesadillas que se han vuelto
mucho más pesadillas que las que siempre tuve. De las otras, si luchaba, emergía.
De estas, me es imposible y aunque lo consiga durante un segundo de conciencia,
estos sueños tienen manos que me sujetan y me sumergen una y otra vez.
Cuando caigo en
estos estados siento que soy una choza deshabitada a través de la que corre un
río. El río sólo corre, cruzando el interior desguarnecido de la choza de
cañas, pero no se la lleva, no la derrumba, no la arrasa ni en sus momentos de
crecida y turbulencia. No la arranca del borde del pantano. Sólo corre. El río
sólo corre a través del vacío de la choza.
El río sólo corre.
La choza sigue en pie.
(De: Hijos de tierras áridas)