Ultimamente viajo hacia mis mundos en el espíritu de la
simpleza. Ya asumo que la calma es alegría y que en este olor a puro hogar, hay
tiempo para hacer verdad los sueños con solamente sacudir su polvo.
Ir a buscar los sueños postergados en los altos anaqueles de
mi memoria fiel y bajar sus preciosas cajas llenas de secretos prodigiosos
constituye ahora mi aventura.
Con mi hijo menor cazamos ranas que luego liberamos. Le
enseño, sobre mi mano, el mundo de las ranas que habitan el jardín y se ocultan
en los lugares húmedos. Amadî se ríe mientras acaricia las ranitas a las que les
va poniendo nombres. A algunas las bautizó como los personajes de un cuento de
mi amiga Mirella: “La bruja Sofronia”. Cuando me trae un sapo le explico que es
un sapo y él lo bautiza como al peluquero del cuento, porque dice que como el
peluquero, el sapo habla con la garganta.
También, con las tormentas, a veces encontramos pájaros
golpeados. Los llevamos al garaje, donde no entra mi gata, para curarlos. Hemos
entablillado varias patas y alas que luego han vuelto a volar y a caminar.
Esta tarde de lluvia, tomamos por asalto el territorio de mi
suegra o sea “la cocina”. Su reino rindió a nuestra invasión sus banderas de
harina, sus neviscas de azúcar, sus misterios de especias.
Para fabricar churros y tortas fritas dulces, mi hijo menor
y yo nos disfrazamos de exploradores que debían llegar al mundo mágico del hada
de las tortas y aprender sus recetas ocultas para así alimentar a los duendes
que se están congelando en el jardín.
Ahora estamos todos en el jardín de invierno, mirando la
llovizna que va volviendo verde la pequeña selva que nos rodea con su perfume a
libre. Tomamos chocolate que preparó mi suegra y comemos lo que amasamos y
freímos con Amadî, pese a los retos de mi mujer: ¡cómo se te ocurre usar aceite
caliente si vas a cocinar con el nene!
Escuchamos música, conversamos, nos reímos.
Yo apagué los teléfonos.
Escribo.