Estoy
como alejado de mis patrias. Voy de aquí para allá entre un terremoto y un
tsunami. Juro que a veces no sé qué hacer conmigo, como hoy. Es como si entrara
en un piloto automático grotesco que me mantiene en esta velocidad de crucero desquiciada.
Sobrevuelo
mi vida y las
nostalgias me sujetan al colapso. La edad hace que el viento de la forma de
vida que se ha elegido te golpee en la boca, te atragante de ausencia, te haga
sentir exhausto y diminuto; te vuelve arrasado y miserable como un viejo retrete
al que han invadido las hormigas de la falta de hombre.
El
ser humano se apaga en mí de manera modesta, con lentitud y minuciosidad de
bordadora de encajes. No pude conservarlo por más tiempo y se apaga con
languidez de estómago y abulia de esperanza.
El
muchacho me observa con ojos tendenciosos. Son dos postales verdes de un tiempo
que ya me dejó solo, a la deriva y que me malhumora porque me cala el corazón
igual que a una sandía.
Es
un cuchillo ahí, amoldado al espacio de doler, enterrado en el septum del
latido.
No
me interesa la historia del muchacho. No me interesa ni siquiera mi historia,
de la que deviene la historia del muchacho. Estoy como un ajeno, un convidado,
nadie.
A
veces me pregunto dónde estaba yo que me las doy de no perderme nada, mientras
todo pasaba al costado de esta ceguera oscura que ahora descubro que padezco. Estaba
ciego…
—O
tanto resplandor me obnubilaba.
Ramiro
y el muchacho me miran balbucear en voz alta mas no sé si me escuchan. Apenas
yo me escucho buscar mis conclusiones a la multiplicidad de desfasajes que han
abierto sus puertas frente a mí.
En
ellos dos veo dos raros cómplices. No me extraña eso de Ramiro ya que aprendió muy
temprano a tomar parte en los desaguisados y tender un puente de concordia. Es
el maletero oficial que alza el equipaje en nuestro viejo y revuelto aeropuerto
y lo conserva y cuida para que no se extravíe en la vorágine.
Me
pregunto a cuál de todas las humoradas previsibles corresponde que el muchacho
frente a mí lleve mi nombre ¿Un homenaje?¿un reconocimiento?¿una primitiva
pelotudez de un irrespirable infantilismo?¿un chiste maquiavélico que no me
extrañaría si no fuera tan áspero?
La
vida me anonada.
—Este
es tu tío León… El mayor de nosotros. El escritor. Como tu padre… escritor. La
palabra es un bien de familia —nos presenta Ramiro como si diera un discurso en
Diputados.
—Esto
me hace acordar a cuando mi hija se apareció en Kenya —digo, por decir algo que
me descongestione la garganta—. Así, un buen día, se materializó… También debe
ser un bien de familia andar regando hijos por el mundo y dejar que nos los críen
terceros ¿no? Después, cuando son grandecitos, nos salen a campear por el planeta.
—No
te asustes, León —le dice Rami al chico frente a mí y escuchar mi nombre en
otro es como un golpe en la clavadura del cuchillo—. Cuando se defiende, el humor
se le pone especialmente horrible. Ya lo vas a ir conociendo. Tiene un humor de
mierda, pero es un gran tipo que en este momento sufre una indigestión de puta
madre.
—Vendeme
bien, la puta que te parió —le contesto a Ramiro y el muchacho se ríe con un
sano optimismo.
Me
pregunto cómo será su voz o si la voz se hereda y, como la música, tiene la
capacidad de apuñalar con el estremecimiento del recuerdo.
Antes
de morirme, me levanto y me voy.
Los
dejo ahí.
(De: Todos mis monstruos, un monstruo)