Le hablo sobre Mario.
«Yo era joven, mucho no le entendía lo que me quería decir o
no le quería entender, que esa es otra» le aclaro y admito que si alguien me
quiso devolver el verso, fue Mario Benedetti. «Hizo esfuerzos muy nobles por
devolverme el verso y un poco la esperanza, pero yo ya los había perdido hacía
mucho a los dos. Después… de eso de los versos se encargó “la negra” y yo volví
a escribir versos. Mario murió y yo no pude contarle eso, porque me la pasé
posponiendo visitarlo. Estaba tan sumido en mi dolor y en mis mierdas, que
siempre lo dejé para otro día que nunca ocurrió, porque Mario murió sin saber
que me habían vuelto los versos. No se lo dije. No me despedí.»
El Condorito me pregunta por Ernesto. Y yo digo «Uy…
Ernesto» y me quedo pensando en Cardenal y en aquellas extrañas otras épocas.
Tan extrañas y tan otras, para mí ahora, en esta. Quizás, también para él, para
Ernesto Cardenal. «Cuando lo escuchabas te parecía un hombre alto, pero no es
alto, es un hombre de estatura más bien baja, que no se si le dieron un corazón
muy grande o se multiplica en sí mismo cuando habla y se vuelve gigante» le
digo al Condorito y él me habla sobre «Escritores por la Tierra» y el poema que
escribí para Ernesto en ese espacio del que a veces formo parte y otras veces
no . «Yo lo admiré siempre. Había algo en él, en aquellas épocas, que casi me
hacía daño. Los muy “cristos” nos hacen casi daño a los que peleamos por las
mismas causas sin ser tan cristos o más barrabases.» La reflexión es más para
mí que para el Condorito.
Pienso en mis decisiones de entonces, en mis guerras de
entonces y en las posteriores, defendiendo aquella vieja idea de Solentiname y
aquella otra Nicaragua que se soñaba a piel y a cielo, encima de la tierra.
Pienso en mis tiempos de batallas largas que no tuvieron puerto y que hoy se
rebelan contra mí, como viejas serpientes que invaden las mazmorras donde mi
joven sangre combatiente de entonces, quedó regada, seca, carcomida, como mis
ideales.
Pienso en el poema del que habla el Condorito y pienso un
poco en mí, en mi dolor de piel, en mi dolor de corazón y en cómo uno aprende a
deshacerse muy despacio de su corazón y de cómo, cuando tiene que apelar a él,
encuentra un coágulo dentro de un agujero que no siente. Y pienso en el riñón
que me jodieron a palos aquella vez y en el que se terminó plantando, como una
CPU, debido al virus y en este riñón nuevo, que mi gente consiguió acá, en este
lugar que está lejos de todos los dioses. «Le compraron un riñón al diablo»,
pienso, «y yo lo luzco y vuelvo acá y hago acá mi trabajo de diablo, yo
también.»
Lentamente regreso a la mazmorra de la que si no me rescata
mi grupo, no hubiera vivido para contar la vida y vuelvo a Cardenal. «Creía en
él. Me hacía tener fe.» le digo al Condorito. «Cuando me torturaban, yo pensaba
en Ernesto Cardenal», pienso, pero no se lo digo al chico y sí le digo: «Se lo
presenté a Pichón y ellos dos se entendieron en una esfera que a mí me excluía.
Eran como personas de otro mundo. Mario y yo, en cambio, éramos muy
terraquitos, muy de este planeta.»
El Condorito me escucha. Yo trato de no hacer la cosa
personal, solamente anecdótica, como un cuento de otro.
Y al final se lo digo: «Yo estaba en esa mazmorra y en esa
batalla, cuando tu vieja conoció a Pichón».
Es una siesta intensa y tropical en la que estamos, así que
le digo también «Sé mucho de cómo se sienten los exilios y todavía más se cómo
te queda de contusa el alma.»
El chico me mira. Es muy callado todas las veces en que no
es bocón.
La siesta es dura, metálica, completamente resplandecientes
sobre las cabañas.
«A primera hora de la tarde, el silencio está afuera y está
adentro».*
Le explico de dónde es la cita y me voy a nadar.
*Primavera con una esquina rota. Mario Benedetti.
(De: Todos mis monstruos, un monstruo).