Identidad editada
“...otro ha entrado en mi pecho con un palo en la mano...”*[1], me repito, como esas estupideces que surgen cuando uno menos las necesita y le ocupan, insistentemente, la pequeña porción de cerebro que le queda para pensar con lucidez mientras se está presenciando una masacre, porque las imágenes y los sonidos ocupan todo el resto vulnerable.
Tampoco es mi primera masacre. Ya muchas veces me he sentido un bosnio, un hutu, una afganí o hasta un paraguayo en la guerra de la Triple Alianza.
Pienso, recostando la espalda en el único punto protegido que me cubre de más guerra la carne, que soy profesor de una Historia que nadie escribe nunca y que no encontrará un lugar merecido en la currícula de clases, esa, que si algún día salgo del infierno, repetiré otra vez a mis alumnos, allá lejos, en aquel lugar donde mi vida era como todas.
El cañón del arma me roza los labios y estoy, inmóvil en ese beso estático, estatuario, adherido como una lapa larga y verde a la madera rota de un camión que ha volcado, alcanzado por la potencia de un lanzagranadas de fabricación belga.
Adherido e inmóvil, con el arma pegada en línea recta a la longitud detenida de mi cuerpo, no siento que respiro, sólo siento el sudor que chorrea por mi rostro como si alguien hubiera vaciado un cántaro sobre mi cabeza.
Desde donde estamos a cubierto el holandés y yo no se ve que ha pasado ni con Ahmed Mbede ni con el cooperante ni con los australianos.
El japo se quedó con la Amisom en el campamento sanitario. Pienso que se está perdiendo una colección de buenas fotos, mientras escucho el chac-chac-chac implacable del machete.
Matar a machetazos, a pesar de tener armas de fuego, es un ritual gozoso en que se embarcan los de las milicias y uno escucha ese intenso golpear, seco y rotundo, seguido de una explosión sutil y húmeda, carne y hueso que ceden y dividen, tumefactos, sangrientos y, de repente, ya no se oyen ayes. Hay una ruptura de silencio. Luego, vuelve a recomenzar el chac-chac-chac.
El holandés tiene que mandar sus informes de corresponsalía y yo busco un poco de la señal del otro mundo, pero no funcionan bien los satelitales y estamos él y yo, persiguiendo una imaginería que nos ha llevado hacia la trampa.
Con los oídos llenos del chac-chac-chac-chac, mal cubiertos por los restos de un camión deshecho estamos esperando, solamente esperando, que el sonido nos vea y se abalance.
Pero nunca sucede.
La calle miserable se despuebla. Suena el motor del vehículo que carga a los milicianos y lo percibimos cada vez más lejos, igual que sus gritos de batalla liberados al aire de los buitres.
A los australianos y a mí, siempre nos toca la puta mala suerte de dar tiros de gracia, pero no lo hacemos esta vez.
Se me queda en los ojos la agonía de tanta carne rota.
El cooperante y Ahmed recuperan al fin nuestro vehículo, abandonado detrás de una pared en el momento de saltar a cubrirse.
Bien por nosotros. Hemos logrado arribar a Mogadiscio.