Ni siquiera me duele.
Indiferente en el fondo de mí, indiferente en la superficie, veo este no dolor con el que surge el alba.
No es anestesia. Es no dolor. Definitivamente no me duele.
Entonces evalúo.
La guerra comenzó aquel primer día y desde ese día fue una guerra, compuesta de treguas fabulosas y de minúsculas escaramuzas con mosquitos a las que repelí agitando modestamente la mano, como quien rompe el humo.
La guerra se estableció ese primer día en que mostramos nuestro poder de fuego al atacante. Jamás declinamos las armas. Supimos ocultarlas, sin seguro, entre las diferentes ropas que vestimos, convencidos de que estaban para ser usadas en ese inexorable uno contra el otro, más allá de cualquier cena protocolar a la que asistiéramos ambos.
No me duele.
Todas las contiendas tienen su primer día y su último día. Y si hubo un primero, durante todo el transcurso de las escaramuzas uno se prepara para el último, hasta que, cuando llega, lo alcance invulnerable.
Este deber cumplido sin más, sin pasión y sin remordimiento, cumplido, como el paso final de un desenlace largamente postergado, no es más que eso: el final consecuente al desarrollo.
En el medio, entre el primero y el último día, todo fue un cuento diplomático en el que nunca conseguí creer, ni siquiera como parte de la festividad de las treguas.
Ni me duele ni me importa.
Mi única emoción es la sorpresa de haber llegado inmune hasta la decisión final de matar algo que imaginé querer. Y que ésto de querer no fuera cierto es lo que me sorprende.
Aunque ya todos saben que yo no creo vínculos ni siquiera conmigo mismo.