Más desangelado que una sopapa
paso de la batalla a la quietud como un trasto molesto y removible que la vida
se quita de los dulces rincones de habitar.
Termino aquí, pegado al
sumidero, haciendo guardia por si se taponan los conductos con mierda y
entonces sí, volver a ser la cosa útil, el arma imprescindible, la constante
manera de hacer fluir el caos.
Terminaron para mí las horas de
coqueto elemento guardado en un placard del baño, perfumado con efluvios de
otros elementos también guardados allí: sales azules, jabones de sedosas curvas
plácidas, perfumes, afeites, participantes todos del acto de belleza.
Y yo ahí, abajo, modesto y
ensobrado aún en la bolsita de polietileno en la que me guardaron para tenerme
a salvo como una cosa nueva de la que se demora y demora el estreno,
compartiendo de prestado esas fragancias, junto al trapo de piso y la escobilla
para los inodoros que me dice: podría ser peor, podrías ser yo.
Acabo de
llegar desde un amanecer nublado y ártico.
Anoche troté por la ciudad igual que
un perro.
Igual que
un perro pálido troté por la ciudad vacía y dura. Corrí como un enfermo que, sin
turno, vaga por los pasillos de un enorme hospital buscando al médico que le suture
el dedo que le cuelga.
Me calcé
las running y los auriculares y corrí, oyendo a Los Redondos. Corrí por la ciudad
hacia ninguna parte, hasta el agotamiento pernicioso.
Después pensé
en escabiar, montarme a un pedo de esos pedos negros, morbosos y atrayentes, que
borran las fronteras entre el bien y el mal, así que entré a una especie de fonda
para solos-que-andan-por-la-noche-buscando-perras-pálidas.
Mientras
chupaba me transé una mina que también chupaba y nos fuimos a su departamento a
revolcarnos. No me acuerdo de su nombre y como siempre, yo no pronuncié el mío.
Ahora estoy
acá. Escribo, como siempre, lo del diario vivir que le acontece a esta vieja marioneta
lúgubre que ata y ata sus hilos una vez y otra vez a la demencia de seguir
parada en un retablo que la empuja fuera.
Escribo.
Ya
lloré.
Ya di
vuelta la página o quizás cerré el libro. Eso lo dirá el tiempo.
Estreno,
como un suéter, mi condición de viudo esta mañana.
Mis
hombres, que me miran llegar puntual, no saben si decirme “buenos días”.
Juego a
minimizar este trozo de caramelo ácido que me corta la lengua en pedacitos que
van perdiendo la solemnidad y se transforman en esputos sangrientos.
Escupo
pedazos de la lengua de besar, cortados en tiritas que huelen a caramelo ácido
y a sangre. Vidrio del corazón y toda esta bobaliconería de ser buenito un
rato, como la buena gente que anda por ahí.
No me
busques la lengua, pequeña puta. No me busques el nombre en los perdidos
armarios de tu concha con hambre. No me busques en la similitud de la maldad,
en la paraplejia de tu estupidez gatuna, porque la curiosidad mata al gato,
gatita. Por eso no soy gato.
A mí me
importan poco las historias de traumas. No le hago caso a las que lloran
mierda. Le corto el rostro a la seducción bochornosa de las malas películas de
divas.
No soy,
directamente, adicto a los amores de payasos que lloran por las bellas
trapecistas. Y no me manda nadie a hacer deberes.
No me
jodas la piel con tus garritas ni los ojos con tu lápiz labial de marioneta sin
padre que busca desesperadamente caer en el incesto.
Hoy no
tengo humor. Si me la vas a mamar, mamá y andate.
Mi
tiempo no se hizo para pensar en vos.
Ah, sí.
Ya me contaron. Volviste a hablar de mí con tu vecina y te inventaste que
bailamos desnudos en el barro de tu pensamiento.
Estabas
ahí, sagaz igual que un sapo, con ojitos redondos y una lengüita larga y
lamedora, intentando cazar el norte de la brújula que se te perdió la última
vez que imaginaste que peleabas conmigo y me ganabas.
Me
hiciste un tajo en la palma de la mano porque dijiste que necesitabas cicuta
para envenenar a tus competidoras y a falta de cicuta, qué mejor que mi sangre
venenosa.
Y así,
lamiste la mano un largo rato, mirándome a los ojos mientras pasabas de un
orgasmo a otro chorreando tu menstruación de mantarraya por toda la oficina.
Te meás
si te toco, como una perrita que me quiere y me teme y que se queda ladrando si
me alejo y después escribe los deberes con letrita iracunda: No tengo que hacer
enojar al amo(r)[oso], mientras rompe mi foto con los dientes.
No sé
qué pasa que no atacás de frente y me vas babeando las amantes con gusanitos
rojos.
Todavía
no advertiste que yo no quiero a nadie pero yo advierto que vas perdiendo
estilo hasta para fingir que no te gusta que te sodomice.
Eso me
aburre. Cada vez gozás más y llorás menos, así que en cualquier momento te
jubilo por puta que no finge y le enseño a fingir a otra que me haga más feliz
con sus quejidos.
La
pistola de esta ruleta rusa la tengo yo ¿pensabas otra cosa?
Seducime.
Poné más
ingenio y seducime o poné más ingenio y deducime para poder seducirme a
posteriori.
Siempre
me invitás a una cama fría y pequeña en la que apenas caben tus huesos boca
arriba.
Vos en
pelotas, fresca como un muerto y yo que tengo arcadas y trato de no vomitar
sobre tu ombligo, montando esa especie de jaca de madera en que te convertiste
con los años. Foto para el recuerdo.
La
primera vez que te apreté las tetas eras un opulento desafío y yo me restregaba
como un borrego flaco que tiene hambre de pájaros.
Te
volviste aburrida como una estampita manoseada. Cotidiana como un pedo matutino.
Burda como una gallina cuando levanta vuelo. Pobre, como un andrajo que reclama
un cuerpo vigoroso por limosna.
Seducime.
Intentalo de nuevo y seducime.
Buscame
en tu memoria. Recordame. Sé la de aquella primera vez en que me negué a
cogerte sobre pedazos de cuerpos y de casas y a vos te parecía tan perfecto el
lugar para tener un hijo que llevara mi estigma por el mundo. Dame vuelta la
piel hasta que sea un grito y solamente un grito. No te des por vencida como
siempre.
Pero no.
Te quedaste encallada en el morbo de querer sujetarme a tus olores y ya casi no
olés, así que yo ando suelto como un gallo experto en engallarse y vos ahí,
haciendo malabares para ver si me duele el esqueleto o te cago a trompadas sin
pedirte perdón por humillarte.
Seducime,
pero no como siempre, que me aburro de tu olor a cereza y de tu odio. Ker: deidad griega de la muerte violenta
La luz
es de ese blanco fofo, congelado, como si fuera luz de velatorio y el pasillo
es un pasillo. Todos los hospitales están hechos de pasillos, como los
Tribunales y las cárceles.
Me duele
el pie derecho. Bajo la mano y me froto el costado de patear, pero a través del
borceguí mi mano y el dolor se son indiferentes. El cuero separa el dolor de su
alivio.
Respiro.
Toda mi
ropa tiene manchas de sangre. Se me ve la culata del arma calzada en la cintura
y las manos moradas de pegar.
No
tiemblo. No sollozo. No me desespero.
Estoy
ahí, inmóvil, seco, tieso, pintado como un buitre inmóvil, tieso, seco. Un buitre
en un charco de luz de velatorio, que solamente espera.
Tengo
sed.
Cuervez III
Una
hora.
Alguien
trae un café. Digo que no. Vuelvo a leer el cartel. Miro la puerta vaivén. Leo
el cartel. Miro la puerta vaivén. Leo el cartel. Miro la puerta vaivén. Leo el
cartel. Miro la puerta vaivén. Leo el cartel.
Dos
horas.
Alguien
trae agua mineral. Digo que sí. Vuelvo a leer el cartel. Miro la puerta vaivén.
Leo el cartel. Miro la puerta vaivén. Leo el cartel. Miro la puerta vaivén. Leo
el cartel. Miro la puerta vaivén. Leo el cartel.
Casi
tres horas.
Alguien
trae noticias. Yo escucho las noticias. Mis ojos leen el cartel. Miran la
puerta vaivén. Leen el cartel. Miran la puerta vaivén. Leen el cartel. Miran la
puerta vaivén. Leen el cartel. Miran al médico.
—No. No
sabía que estaba embarazada.
El
médico repite que lo siente mucho. Me palmea y repite que lo siente mucho y
esas cosas que se dicen.
Se va.
Nadie
más habla.
Yo leo
el cartel. Miro la puerta vaivén.
—De un
lado dice Quirófano. Del otro dice Sala de Partos.
Nadie de
los que me acompañan dice nada más.
Yo
tampoco.
Cuervez IV
Me paro
ahí.
Me
imagino que así debió ver el príncipe a la Bella Durmiente o el otro a
Blancanieves con la manzana en la garganta.
Me paro
ahí. Me sobra todo el cuerpo.
Me paro
ahí. Oigo los aparatos. Miro el respirador. No sé a dónde mirar. La miro a ella
pero no sé si está. O si yo estoy.
Me paro
ahí.
Soy un
buitre, no un príncipe, parado ahí, haciendo que no miro. Haciendo que no
siento.
Cuervez VI
El
médico me manda a descansar o será que la sangre de la ropa da muy mal aspecto
a carnicero en ese pasillo de luz fría en el que nunca pasa el tiempo.
No pasa
el tiempo. Oigo el parte. Entro. Me paro ahí. Miro el respirador. Miro el
monitor cardíaco. Miro las luces que bailan en el suero.
Eso
siempre lo miro. Me acostumbré de tanto estar yo como ahora está ella. Tienen
un atractivo especial esas luces en la gota de suero mientras se va volviendo
gorda hasta que cae.
Me paro
ahí. Quieto. Como un buitre, nunca como un príncipe junto a Blancanieves,
muerta por la manzana de la Reina Malvada.
Me paro
ahí, al lado de la cama donde ella duerme y duerme y duerme. No la toco. Tengo
miedo de que esté muy fría.
Pienso en los escarpines sobre la mesa del
comedor
Que poco
pesquis el tuyo, diría una amiga mía, ni que fueras un espía sordo.
Cuervez VIII
Todos en
el pasillo de la UTI ya saben la historia.
Yo soy
el pobre marido de la pobre chica que balearon los chorros y que está tan grave
y que perdió el bebé, pobrecito el angelito. Así se pasan el santo.
Saludo a
la mujer a la que se le ahorcó la hija en octubre y el marido se le está
muriendo en julio, porque decidió seguir a la hija como le prometió a pie de
cajón.
El chico
que se accidentó con la moto murió en la madrugada y hace un rato murió también
la esposa del que siempre está vestido con la camiseta de Belgrano y todavía
llora en el pasillo abrazando a dos hijas adolescentes.
Yo no
hablo con nadie, pero todos alrededor hablan mucho, así que uno se entera de
los dramas ajenos como los ajenos se enteran de los dramas de uno.
El día
empezó mal.
Cuervez IX
Lo
último que hice antes de salir esta mañana de mi casa, fue tirar los escarpines
a la basura.
Nadie me
esperaba en la oficina.
Yo
entro. Saludo. Me pongo a trabajar.
Mientras
cierro la puerta me evito las preguntas y digo: Sigue igual.
Cuervez X
Entro.
Me paro ahí. Estiro los dedos y acaricio el cabello. Abro la mano. Rozo la
frente con la palma. Deslizo el dorso por las mejillas, plácidamente tibias,
con ese color cera viejo a medio muerta.
Acaricio.
Acaricio. Acaricio. Parado ahí.
Dejo de
acariciar. Ella acostada ahí. Dejo de acariciar.
Miro el
respirador. Miro el monitor del corazón. Oigo los ruidos.
No le
pregunto si tuvo miedo de decirme que estaba embarazada, porque yo siempre digo
que no quiero traer hijos a este mundo de mierda.
Me quedo
ahí. Parado. Como un buitre.
Cuervez XI
No
enciendo ninguna luz.
Por la
ventana del living entra apenas el resplandor de las luces de la calle, pero yo
conozco todas las sombras de la casa.
Camino
entre las sombras hasta la basura.
Saco los
escarpines y los vuelvo a poner donde estaban originalmente.
Tirarlos
es como matar al bebé dos veces, se me ocurre, mientras les quito hojitas de
yerba que se les quedaron pegadas.
Los
acomodo encima de la mesa, mirando hacia la luz que entra por la ventana y me
voy.
Una gillette. Dos antebrazos. Una pileta en lo posible de esmaltado blanco. Mucho dolor.
Preparación: Quite la hoja de acero al cromo de su envoltorio de papel. Tómela entre el pulgar, el índice y el mayor de la mano en la que tenga más habilidad. Coloque el filo sobre el antebrazo contrario a la mano con la que procede. Incida. Desplace el filo cuatro centímetros hacia el brazo. Incida. Desplace nuevamente el filo hacia el brazo. Incida. Desplace el filo nuevamente e incida la cantidad de veces que precise hasta llegar a sangre: cantidad necesaria. Deje gotear. Repita la operación en el otro antebrazo. No tiemble. Enjuague el recipiente o deje que lo lama el gato.
Si el dolor no se alivia, repita la operación en cualquier parte del cuerpo. No es recomendable el rostro, por el tema de que Frankenstein no es palatable al sexo opuesto. Después, Absolut de vainilla para completar con ardor.
¿Y luego
qué? ¿Qué queda después más que la voluntad de no entregarse al caos?
Permanecer
así, como flotando en un glóbulo muerto, como un muerto que flota a merced de
un río al que de vez en vez, llega la
sangre.
Permanecer
así, ingrávido, extraído como de un cascarón seco el componente vital y pendulando
del suero y las vacunas, a medio agonizar en el centro de la supervivencia.
¿Y luego
qué?
Matar a la
piedad y a la condescendencia y batallar en el mundo privado de uno mismo contra
la fetidez, que en su pantano va destrozando lo vivo que aún me queda.
Batallar
sin complejos con esas armas que nacen de la eterna necesidad de conservar la vida,
no importa lo que se sacrifique en ese intento.
Yo no voy
a morir arrodillado ni avisándole al mundo que me muero, por si quieren plantar
huertos con flores a los que terminar poniéndoles mi nombre “in memoriam del
monstruo”. O coleccionar viudas de luto y pañuelito, que se disputen mi carne o
mi mortaja.
Si me
mata, me va a matar de pie. Y si no, que lo siga intentando hasta que pueda, o
hasta que sobre el final, no quede nada anexo: sólo el virus y yo, tan frente a
frente, como la voluntad y la derrota que no la ha doblegado.
No me va
a impedir con su tortura que siga amando al África hasta el llanto. (De: Hojas de sombra)
¿Cómo era el amor entre nosotros?¿Era amor en nosotros o era otra cosa que no tenía nombre ni estado ni lugar?
¿Cómo era el amor cuando el amor estaba y se hacía una actitud visible e implorante?
¿Cómo era el amor de los silencios y las cartas? Ese amor extranjero, irradiante y preciso que me amaba extrañándome y pidiéndome y escribiéndome hasta atiborrarme de sobres que ya no sabía yo donde meter.
Ese amor tuyo, allá, tan lejos con la angustia de no saber qué pasa con mi vida, acá, donde las guerras se hacen muertos apilados de a mil, regresa como un buitre a sal y fuego.
¿Cómo era el amor de tus rabietas?¿Y el amor de tus celos, cómo era?
¿Y mi amor cómo era?¿Pasional y exagerado como el tuyo bulímico de mí, así, asfixiante y tenaz como una bufanda de lana, como el tuyo?
¿Sentiste que te amaba?
O solamente pensaste que me amabas y que yo me dejaba amar por tus excesos, poniéndote algún freno que nunca te frenaba, porque eras toruno en los afectos y gatuno en la comodidad.
¿Cómo era el amor entre nosotros?
Un mar y una tormenta. De tanta compatibilidad, incompatibles. Reflejo uno del otro. Dos azules.
Eso es. Un instante. Un touch de la voz de adentro que se lanza a un go desesperado, urgente, hasta famélico. No es otra cosa que el efecto de un rayo. Esa luz que revienta. Ese sonido a trueno.
Después, algo se rompe en los hilos del centro.
Después, surge el poema como si fuera un vómito.
Después llega la mano y te dice: Mosca asquerosa.
Y te aplasta con una palmeta que no alcanzaste a ver con tus mil ojos de mosca en golosina.
*
El sandwich que pedí en el economato se me llenó de moscas. Estuve tan ocupado que no alcancé a morderlo y cuando volví por él, ya era de otros. Otras, en este caso, porque no distingo mosco y mosca en esa mano negra que me indica que hoy no voy a almorzar.
Mosca es genérico y encima, femenino.
*
El Civic está igual. Lleno de polvo pero huele igual, como un recuerdo. Hay cosas que no se van de la nariz, ni aún cuando nos caen los mocos desde el alma.
*
- ¿Vas a sacar el auto? - me pregunta el del tercero casi con incredulidad. Le digo que no con algún gesto. Todavía no firmo la exhumación.
*
La espada me duele tanto con la contractura que tengo, que parece en vez de tatuada, clavada en el centro de mi espalda sobre toda la longitud de la columna.
- Dale Mirso...si no lo sabés hacer vos...- le insisto.
El pendejo me mira y se relame. Es el tatuador oficial del Albergue y hace esos tatuajes carcelarios a aguja y tinta que duelen y pican como la madre que los parió y que a la larga terminan en un amofo desteñido.
- ¿De veras quiere que le escriba eso, Dire?
Le guiño un ojo y lo animo. El marca un Damocles sobre la empuñadura que cruza los omóplatos y me tortura con la pericia de un amigo.
*
Vuelvo a la mosca. Supongo que es la sangre que me olvidé de lavar y que la perra no lamió, lo que las hace llegar en colección. La bronca puede más que la cordura y con sangre se lavan los dolores.
Igual, ahora me duelen tres cosas:
Damocles los antebrazos y las ganas de escribir boludeces una debajo de otra
La libertad es eso. Poder ver la palmeta antes de morir, con cintura de mosca. Hay cosas en mí, como esa de "no te metas con mi escritor", que no tienen remedio.
Mañana le voy a decir al Mirso que me tatue en el pecho:
Soy escrito.
Y esa va a ser otra boludez de mi desbordado poder de exhibición. Casi un poema o un último resumen desde el frente.
A veces voy a pie, por la autopista, siguiendo los mojones que guían estos pasos volátiles y atípicos y camino por rutas canceladas y pozos llenos de muchas cosas que están mejor en ellos y que ojalá, nunca salieran de sus fondos mórbidos para ver si acaso hay otra luz.
Llego, también algunas veces, hasta ese jardín abandonado, en dónde ya no sé si crece el árbol aquel que suelo recordar y ando entre los penares y las piedras, como a quien va deshojándosele un libro que ha guardado a ras del viento.
Lo recorro con esta mano torpe sin caricias, allí, hospitalario a la vez que inhóspito, lleno de caminantes que tropiezan con los fondos de vasijas rotas y repletan con voces parecidas una sonoridad que siempre será única. Los miro desde lejos y sin intervenir en su paisaje de entusiastas admiradores paisajistas.
Yo llego como llegan las sombras por los bordes que tiene toda luz. Llego a mirar aquello que no existe, porque arrasó el invierno con los brotes. Ese invierno voraz, justo ese invierno, que siempre anda conmigo.
Voy una vez y otra y otra vez, hasta el pórtico que siempre luce igual. Miro de lejos y siempre luce igual.
En el jardín del árbol, ya no hay nadie. Nos hemos abandonado mutuamente, como tiene que ser.
Me siento impúber hoy, inestrenado, informalmente mal envejecido como esta forma de volar sin aire.
Ignorante de todo y casi tímido el labio de mi sombra talla un pájaro encerrado en la jaula de un altillo.
El labio de mi sombra apenas vuela sobre la luz de sal en que me miro, haciéndote piruetas claroscuras con vocación de clown sin oficio.
Es esta fiera parca, gris,sencilla que aliviaste de todos sus castigos y come de tu mano y habla y muerde y se mira en tus ojos y ve un niño el que quisiera ser un poco mago en la carpa sonora de tu virtuo y que sanara la varita rota para cambiar de un toque los destinos.
Pero no tengo magia extraterrestre ni sé curar con reiki ni aterrizo desde una nave madre ni recuerdo que alguien dijera que también soy índigo.
Igual me quedo como un perro manso rascándome las pulgas del ombligo tratando de colarte las estrellas debajo de la falda del vestido mientras espero, siempre a tu costado qué hará Dios con tu amor...y con el mío.
Sencillamente saber lo que se es. Sencillamente saber lo que se hace. A pesar del mundo, saber lo que se es y saber lo que se hace, en el orgullo del silencio.
Valor de la palabra
Hombres dignos se buscan. Por favor, dar un paso adelante.
No a mi costado. En mí.
Poema de Morgana de Palacios - Videomontaje de Isabel Reyes
Historia viva - ¿Tanto van a chillar por un spot publicitario?
Las Malvinas fueron, son y serán argentinas mientras haya un argentino para nombrarlas.
El hundimiento del buque escuela Crucero Ara General Belgrano, fue un crimen de guerra que aún continúa sin condena.
Porque la buena amistad también es amor.
Asombro de lo sombrío
Memoria AMIA
Sólo el amor - Silvio Rodríguez
Aves migrantes
Registrados... y publicados, además.
Todos los derechos están reservados
Feria del Libro de Jerusalem - 2013
Café literario - Centro de convenciones de Jerusalem
Acto de fe
Necesito perdonar a los que te odiaron y ofendieron a vos. Ya cargo demasiado odio contra los que dijeron que me amaban a mí.
Irse muriendo (lástima que el reportaje sea de Víctor Hugo Morales)
Hubo algo de eso de quedarse petrificado, cuando vi este video. Así, petrificado como en las películas en las que el protagonista se mira al espejo y aparece otro, que también es él o un calco de él o él es ese otro al que mira y lo mira, en un espejo que no tiene vueltas.
Y realmente me agarré tal trauma de verme ahí a los dieciseis años, con la cara de otro que repetía lo que yo dije tal y como yo lo dije cuarenta años antes, que me superó el ataque de sollozos de esos que uno no mide.
Cómo habrá sido, que mi asistente entró corriendo asustado, preguntándome si estaba teniendo un infarto.
A mi edad, haber sido ese pendejo y ser este hombre, es un descubrimiento pavoroso, porque sé, fehacientemente, que morí en alguna parte del trayecto.
Poema 2
"Empapado de abejas en el viento asediado de vacío vivo como una rama, y en medio de enemigos sonrientes mis manos tejen la leyenda, crean el mundo espléndido, esa vela tendida."
Julio Cortázar
Mis viejos libros, cuando usaba otro seudónimo y ganaba concursos.