Efecto
sombra en Somalia
—¿Es de noche?– pregunta.
Intenta averiguar el porqué de la oscuridad y el
resplandor y nuevamente la oscuridad y otra vez el resplandor y ese calor de
hierro al rojo vivo que lo quema por partes.
Nadie consigue apagarle ese incendio en el cuerpo, a
pesar de que gritan y alientan mientras aprietan las compresas que se embeben
de un líquido pastoso, rojo oscuro.
Él mira manar
aquella cosa líquida y viscosa con la curiosidad de un mico niño.
El camión se remece. Da bandazos y cada tanto frena
y recoge a algún refugiado que hace señas.
—No te duermas...no te duermas...
La voz llega por detrás del incendio como una mano
del resplandor llega rompiendo la oscuridad, pero el dolor no cesa, no se
agota. Es un hecho inmutable. Es un fuego inmutable que lo quema por partes
entre la oscuridad y los fulgores, mientras la sangre encharca compresas,
trapos, manos solidarias y ese mundo atrofiado de esperpentos en que viajan a
gritos por la guerra.
Toma conciencia de todas sus heridas cuando gira los
ojos y ve a otros heridos, asistidos a medias por los pocos ilesos que lo
asisten a él, sobre el piso, en la caja acribillada del único camión que cruzó
el fuego y vuelve, desaforadamente apocalíptico, con su carga gimiente de
esqueletos, de regreso a su punto de partida.
En realidad no sabe en qué momento le ocurrió tal
desastre con su cuerpo que se retuerce solo, involuntario, insoportablemente
dolorido, peleando con las manos que aprietan las compresas y con la voz amiga que
le exige: “No te duermas...Mirame. No te duermas...” hasta que el resplandor es
sólo una tenue mancha de azogue en un enorme espejo que ennegrece.
(de julio a septiembre, 2011)