La nueva adquisición de mi
staff se llama Nadina.
Es una pendeja rara, con ojos
desordenados y boca de barragana que sabe sacarle mucho partido a la francesa,
según me contaron por ahí otros que la tuvieron en su staff antes que yo.
De lejos no se sabe si es macho
o es hembra, porque tiene esos cuerpos andróginos, sosos, que no despiertan ni
las ganas de saber que hay bajo la ropa. En el fondo son los más excitantes
para la imaginación.
Parece un híbrido menudo y anoréxico,
con la sequedad frígida de un fumador compulsivo y el talante precoz de un
camionero que aprendió la jerga antes que como funciona la palanca de cambios. Claro,
es mujer en un mundo de hombres y no encuentra el modo de sumarse a la jauría sin
que la miren porque huele a concha.
No tengo claro si pidió el
traslado del Departamento en el que estaba anclada o me la mandaron para que la
docilice, porque es vox populi que yo a-cojo bien al personal que tiene talento
para lo que a mí me gusta que se tenga talento.
Enseñar este oficio no me cuesta
y me da igual si ella es puta o bifurcada, mientras opere bien y no me venga con
pelotudeces de dismenorreica.
Por lo pronto, está ahí, muda y
en sombra, como su nombre lo indica: Nad-ina, una nada pequeñita frente a un escritorio
con kilos de papeles e iluminada al bies por un monitor de 17 pulgadas marca Samsung.
Seguramente llegaremos a un entente
cuando se le pase la hora de los álbumes y acierte con mi gusto de yogur.
(De: Del trabajo de a-gente y otras leyendas urbanas)