Caserón de tejas
Las
dos casas tienen lo suyo, así que negar sus cualidades sería indigno.
Para
desarrollar la actividad me mandaron a un caserón con tantas puertas que los
nuevos empleados se pierden tratando de encontrar donde meterse y los antiguos
se esconden para que no los manden a orientar a los nuevos.
Me
pareció, cuando atravesé por primera vez la entrada, que ese edificio aparentemente tan sólido, se
estaba viniendo abajo por falta de mantenimiento moral más que edilicio.
Las
mujeres cuando se deprimen dejan de limpiar la casa y los hombres nos dejamos
de afeitar y cortar las uñas.
Esa
era la sensación que daba aquella construcción de dos plantas más ático,
terraza y subsuelo, con buen diseño academicista, pero lleno de gente que
trabajaba dentro como dentro de un sótano, en una insalubridad nebulosa y
constante, bajo lamparitas de 25 vatios que enmortecían el espacio apagado de
todos los pasillos como en una pompa fúnebre.
Llevaba,
todo ese personal, varios años de contrato haciendo lo necesariamente
imprescindible como para evitarse el despido, pero sin un rumbo objetivamente
cierto del para qué había sido incorporado a la repartición.
Ni
siquiera parece que entendieran de qué iba la repartición de la que formaban
parte, así que cada uno de “los históricos” ( como los nuevos que entraron
detrás de mí bautizaron a los inoperantes que ya estaban) llevaba agua para su
molino intentando acceder a un escalafón que lo colocara a la diestra de la
superioridad.
Limpiar
la rémora morosa es el primer ítem de toda antipática reestructuración y yo soy
antipático por naturaleza.
La
repartición, fundada para un fin preciso, como todas las cosas que se agotan en
su propio fogonazo, tuvo sus años de esplendor en el comienzo útil de su
nacimiento, pero lenta, inexorablemente, la burocracia de su rutina la llevó a
enviciarse de inactividad y a derivar los esfuerzos de sus miembros hacia causas
sencillas y mezquinas, como serrucharse el piso unos a otros o simplemente,
dejarse estar a falta de algo mejor que hacer.
La
repartición, tal como la encontré, empezaba a convertirse en olvido a fuerza de
no querer recordarse.
A
diferencia de ese edificio hiperbólico, mamútico y reumático, la casa que me
ofrecieron como habitación es agradable y amaderada, todo lo que necesita un
bicho solitario para sentirse cómodo en una cueva cálida, donde sanar si hay
que sanar o donde pergeñar si hay que pergeñar los pasos de una cacería de animales
fantasmagóricos.
Ni
grande ni pequeña, acoplada a una funcionalidad minimalista, me permite no
tropezar conmigo mismo cuando no tengo ganas de mirarme, que casualmente, es lo
que me pasa la mayor parte del tiempo.
(De: Del trabajo de a-gente y otras leyendas urbanas)