Llego a algunos lugares casi sin
saber cómo.
Será cuando salto mis abismos y
caigo en territorios extranjeros, como un bagayo atónito e indocumentado, que
se despierta repentinamente mientras es transportado hacia el absurdo en un
barquito.
A través de los vidrios veo
destramarse la ciudad en largos hilos húmedos.
Llueve en otro lugar que no soy
yo, afuera, en un invierno hecho de burocracias y teorías de la conspiración,
al que me sumo todas las mañanas con la puntualidad insulsa del deber y del que
no consigo irme jamás porque me gusta y me excita igual que una hembra con buen culo.
Una mujer azul duerme a mi
lado.
Ojalá supiera de dónde la saqué
o en qué momento del mapa coincidimos desastres y aquí estamos, con la piel al
aire, como dos cosas húmedas que se acompañan a mirar llover.
No le veo la cara, porque me da
la espalda y el cabello la cubre igual que un resplandor en tinta seca. Un
resplandor de rubia platinada.
Tampoco sé su cara. Apenas reconozco
la sensación a sexo en este serpiginoso sangrar de uñas filosas con que me
roturó los pectorales.
Y tan estéril yo para las
siembras, me miro en el espejo los rasguños rabiosos como si fueran
condecoraciones para gatos.
Este sexo con náufragos de bar que
buscan contendientes es un deporte de protocolo alterno, un ejercicio seductor
por ruin y por tan fácilmente practicable. Algo sencillo de hacer para el errático animal que escapa por las noches del cucharón
de purga y se sumerge en una concha alcohólica, tratando de mamar de tetas más
hambrientas, incluso, que su boca.
Me dejo estar, impune, como siempre,
a medias satisfecho, y como siempre, escéptico, porque ya está en mi condición el
desafortunado aburrimiento de haber vivido tanto sin ceguera y sin siquiera esquemas
poéticos a los que aferrarme para salir ileso de mí mismo.
Solamente cuando pienso en matar no toco
fondo.
(De: Del trabajo de a-gente y otras leyendas urbanas)