La noche está ahí, funesta como
dicen los supersticiosos que somos los cuervos.
Ella y yo nos miramos, silenciosos, a través
del insomnio y de los libros que aún no se han escrito sobre el pánico. No sé si
nos vemos realmente, pero nos habitamos como dos parásitos.
Ambos estamos fatídicamente oscuros
de violencia en un rito donde no quedan almas y hay como una populosa incongruencia
que huele a sumidero y a perfume.
Malquistados con tanto lupanar nos
armamos de pie en nuestras fronteras.
Vale barato un hombre en este sitio,
mientras cruza el calor la chamusquina húmeda por la que andamos de costado y riendo,
todas las putas hienas.
—¿Y qué armas tenían?– preguntará
el reportero en la mañana.
Alguien responderá: armas de guerra.
(De: Pósthomo - ed. 2010)