Encendía un cigarrillo cuando escuchó el portero eléctrico.
Griselda Borghesse desvió los ojos hacia el aparato que pendía de la pared de la cocina a un costado de la heladera, como si pudiera verlo desde su posición en la sala de música y luego, suavemente, rozó el reloj de péndulo en el ángulo contrario al de su asiento, con la misma mirada estrábica y animal.
En ese horario no recibía visitas.
Su cabeza, con un bamboleo melancólico, regresó los ojos hacia el encendedor en el que sus dedos habían interrumpido el fuego. Volvió a pulsar. La chispa le pareció un instante que se consumiera en la ligereza del brillo.
El portero sonó una nueva vez.
Fastidiada, la mujer flaca, de largo pelo negro y facciones de tigre adormecido, abandonó la silla junto al violoncello y caminó descalza hasta la cocina. Antes de acercar el auricular a su oreja, observó la cámara de seguridad, que le daba una visión angular del insistente visitante.
Pensó en un vendedor de baratijas o en un pedigüeño de todos los pedigüeños que elegían la sobriedad marmórea de su casa para extender la mano e interrumpir sus ejercicios de cello, sistemáticamente.
Griselda Borghesse casi no atendía la puerta. Resolvía todo mirando por ese ojo invisible.
A veces se quedaba allí, frente al televisor que reproducía en su pantalla lo que la cámara captaba del exterior. Veía la gente, la vereda, los papeles, el viento.
La cámara le descubrió a un hombre que le daba la espalda, mientras aguardaba.
Era delgado, ni bien ni mal vestido, con un aspecto que le pareció desgastadamente atlético por la actitud casi de deterioro con que apoyaba el cuerpo contra la pared de la recova.
—¿Sí?— preguntó por fin, dándole espacio a su curiosidad.
El hombre, ante al sonido en el portero, giró el cuerpo y Griselda Borghesse tuvo un dejá vù largo y exótico, mientras sus ojos se abrían aún más, para atrapar la imagen corporal que traía, ahora sí, claramente, al fondo de su latido el sobresalto, mientras, intempestivamente, ella murmuraba: Ayy...no es cierto. No podés ser vos.
No quiso apresurarse, pero los pies la traicionaron y llegó corriendo a la puerta de entrada, alta, de hierro, reja y vidrio. Antes de abrir, de sus dedos se escurrieron las llaves. Un retintín apenas resonó en el zaguán, sobre las baldosas en damero blanco y negro.
Mientras se inclinaba a recogerlas, la figura del hombre, en la semipenumbra de la recova, era una perfil de tiempo neblinoso, una mancha oscura detrás del vidrio inglés, que los ojos de la mujer intentaban aprehender en su ansiosa trama gris.
Una vez abierta la puerta, lo vio allí, mirándola como lo recordaba de la última vez en que estuvieron en la misma exacta posición, frente a frente y se dijeron un chau adormilado en una nochecita de verano que olía a parra y madreselva.
Sin hablar y mirándolo, Griselda se vació de sonidos para que la sensación del hombre allí, fuera permeando sus espacios solos con su presencia rotunda y pobladora.
—Hola nena ¿Puedo pasar?
La voz le robó los ensueños y las formas visibles le llenaron los ojos.
—No te reconocí por el portero de tan flaco que estás...¿Pero qué te pasó? Parecés salido de una foto de Auschwitz— preguntó estupefacta, al tiempo que hacía un gesto de franquear la entrada y él ingresaba casi por una fisura entre el cuerpo de Griselda que temblaba y el marco de la puerta.
—Maso.— contestó, mirándola cerrar, antes de tomarla por la cintura y buscar la boca fina y ávida, con la que Griselda le devolvió el beso.
Todo era así con él.
No había palabras. Ambos se encontraban en la piel, en la manos que empezaban a recorrer el cuerpo inclusive antes del saludo y se atoraban, desesperadas, en la ropa.
No había palabras. Ambos se encontraban en la piel, en la manos que empezaban a recorrer el cuerpo inclusive antes del saludo y se atoraban, desesperadas, en la ropa.
Griselda había perdido la cuenta de cuánta lencería desgarrada acumulaba después de esos encuentros. La guardaba como a un fetiche, rajada, rota, arrancada como los pedazos que él se le iba llevando cada vez que se iba, hasta una próxima vez sin plazos fijos.
Todo era así con él.
Una espira de carne que jadea y se empapa y se retuerce. Un espasmo. Un quejido. Una desordenada ópera de gatos.
Una espira de carne que jadea y se empapa y se retuerce. Un espasmo. Un quejido. Una desordenada ópera de gatos.
Siempre decían lo mismo: te extrañé...te extrañé...
Esas palabras eran el conjuro y después, la saliva en las lenguas formaba un brebaje del pasado conjugado en presente y se fundían, se contaminaban, se sojuzgaban en un nudo caliente, penetrante, asfíctico, hasta que la boca de él se despegaba como para volarle por el cuerpo y Griselda entrecerraba los ojos, echando la cabeza hacia atrás, para dejarlo hacer.
Pero esta vez las manos que iban ciegas por el territorio aprendido de la piel, rozaban cosas nuevas, cicatrices aún desconocidas, accidentes extraños y riesgosos, geografías apócrifas de un hombre que era y no era el de siempre, el de esos pactos de ebrios en que el sexo les devolvía las ganas de vivir.
Había vuelto feroz. Encelado y feroz, en abstinencia. Violentamente tierno. Diferente como un otro animal que se estuviera probando la piel del macho alfa para estar con la hembra de sus sueños.
Jugaba a lastimarla sin ternura con un juego brusco, posesivo, en que le dominaba los instintos con las manos abiertas y los labios, como a una presa frágil atrapada en las zarpas de un predador lascivo que opta por no herir y prolonga mansamente la agonía.
Duraban juntos, él y ella, largas horas de sudor, hasta que los cuerpos se ponían jabonosos y resbalaban los últimos orgasmos sobre el agotamiento.
Él la llamaba Gris. Era austero en quejidos.
Ella le decía Nuar y le gustaba pensarse como una gata puta en una noche negra.
Ella tocaba el violoncello desde los nueve años y la primera vez que se vieron fue al final de un concierto, en que su orquesta acompañó a Yehudi Menuhin.
Nunca supo qué hacía él, pero tampoco pensó que hiciera falta saber eso, porque era parte de su fantasía ese no saber nada de aquel hombre que se comportaba a veces como un violador y a veces como un niño que ha quedado huérfano.
Dormido, le pareció que Nuar había envejecido no ya años, sino siglos completos.
Seguía siendo fuerte y se notaba ese vigor atlético de quien no se entrega a la rutina del sedentarismo y hace de entrenar una rutina, pero había algo mutable en aquel cuerpo varonil y exhausto, que ella observaba, indefenso, sobre la gruesa alfombra del comedor.
Como hacían el amor en cualquier lado, fuera el zaguán o el baño de servicio, quedaban así, incómodamente desparramados por la casa, que era cálida y coqueta. Una casa plácida, dijo alguna vez él.
Gris la había acondicionado y decorado pensando justo en eso. La había concebido con alfombras y muebles sobre los que el sexo pudiera ser fecundo, contagioso y posible. Una casa que invitara a los excesos que protagonizaban sin vergüenza.
Extendió los dedos y rozó las marcas. Comprobó lo que ya había percibido con el tacto y los ojos cerrados: las cicatrices eran muchas más. Muchas más en la espalda, muchas más en el pecho, muchas más en los antebrazos. Y seguramente, muchas, muchas más en el corazón.
Él entreabrió los ojos y giró el cuerpo de costado, para observar a la mujer recortada contra el resplandor. Crepitaba en el aire detenido un aroma a madera que se quema despacio.
Y Gris era una Godiva melancólica que le sonreía, desnuda, larga y pálida, desde el fondo de un mar de pelo negro.
(De: Novelas robadas sin terminar)