Delicias de la concordancia
Dócil el aire y como un junco, dócil también el hombre que percibe la vibración a tripa, mientras observa de costado, con un soslayo ingrato y riguroso, al automóvil, allí, estacionado en la vereda opuesta, como un curioso objeto abandonado.
Dead water concept by Tatchit Halfcanter |
Dócil el aire vibra igual que vibra el hombre que lo atraviesa a pie, los ojos escupiendo mirada de rabillo mientras el pulso avanza sus caballos de pulso a través de la sangre hasta el cerebro.
Dócil el aire y el hombre adrenalínico, percibe los sonidos de su cuerpo que cruza y abre espacio a ese temblor de cosas que no ve, que son presentimiento, acechanza, tum-tum de los tambores del presagio que se carnificó en él, sentido por sentido.
Cierra la puerta, y sin mirar alrededor lo mira todo y sigue su camino, infiel por un segundo a la rutina de sus dieciséis pasos hasta el garaje que de repente, se aleja de ser un cotidiano sino en la mañana.
Gira apenas los ojos y el automóvil azul petróleo sigue ahí. Estacionado ahí, parece un féretro.
—Puta ciudad de mierda.– mastica mientras se desentiende del cinturón de seguridad y se inclina a revisar lo que resguarda debajo del asiento.
Lo previno la voz en el teléfono. Una voz que sobaba su propia incontinencia, raspándose a si misma en la amenaza apresurada y caústica.
Él escuchó la voz y perfiló.
—No te pongás nervioso, macho, que me tiento.– respondió, simplemente, socarrón como un gato que ve ladrar a un perro desde la altura inconquistable de una tapia.
El otro amenazó más sordamente, como dentro de un caño bajo un puente.
—Sí, sí...¿Vos y cuántos más?..Si yo no sé con quién me metí...vos todavía tampoco sabés con quién te metiste.
Colgaron y colgó.
Después se fue a dormir, dejando para mañana ese mañana.
Ahora estaba ahí, con un runrún a auto nuevo, perfumado y pudiente, evaluando las formas bajo el sol, mientras el gran portón de la cochera se abría lentamente.
Pisó despacio el acelerador, le hizo una seña al playero y entró al día, con el arma en el asiento del acompañante y los anteojos oscuros encima de sus ojos, casi clarividentes.
Alguien lo fue a buscar y lo encontró, sentado en la calzada junto al auto y entre gendarmes y gente que miraba.
El revuelo también era enorme en la oficina. Siempre se arma quilombo en estos casos, cuasi despampanantes por lo que tienen de televisivos.
—¿Pero está bien?..¿Está bien, Jefe?¿Está bien?– insistían algunos del staff de planta, persiguiéndolo.
Otros, apenas asomaban la nariz desde sus puertas y volvían a guardarse detrás, discretamente decontaminados de los riesgos voraces del afuera.
La cosa amainó después de un rato y todo regresó al diario vivir.
—Consíganme otro auto.– le dijo Azcuénaga al tipo de Logística.
Ella, cuando al final del día se encontraron después de todo el día de no verse, murmuró entre lo dulce y lo exigente: “Estoy mal ¿sabes? Es que he tenido un día infernal...Me acribillaron hoy”
Y él le respondió: “A mí también”¬.
(De: Del trabajo de a-gente y otras leyendas urbanas)