El único médico que había sobrevivido al primero de los
bombardeos, murió durante el segundo.
Como si aquella hubiera sido la única misión de los aviones,
no hubo otro bombardeo ni tampoco otro médico y el Pueblo de los Siete
Campanarios quedó sumido en un estatismo fantasmagórico y derrumbado, lleno de
heridos y de gente muerta.
Se recuperó, no obstante, aunque para marchar por él había
que sortear toda suerte de desechos y mamposterías que empedraban con trozos de
casas de cal, callejas y recovecos.
Pasado tiempo desde aquel hecho, una atmósfera inmóvil se
había asentado sobre todas las cosas, como el polvo sobre los derrumbes.
Los milicianos sostenían que el ejército, al ver al pueblo
desde el aire, se había convencido que bajo aquel montón de ruinas polvorientas
ya no quedaba nada más de aquello poco que había dejado el mar cuando decidió
volverse sobre el pueblo y taparlo con agua, tiempo antes de que el otro bando
decidiera taparlo con bombas.
Los más viejos decían que las campanas habían llamado a los
aviones. Que el mar había dejado las campanas para que los aviones las
escucharan sonar y llegaran a terminar lo que él no pudo, por eso aún seguían
sonando, en la lóbrega noche del páramo, como las viudas que lloran a sus
muertos o los perros que aúllan con hambre de luna.
La hermana Piadosa relataba aquello muy a menudo. Parecía el
único recuerdo adherido a sus labios secos que casi no se movían dentro de un
rostro que tampoco se movía. Como el recuerdo único en sus labios, paralizado
el rostro también a otras expresiones que no fueran las de aquel último bombardeo
después del cual Dios los dejó solos, la hermana Piadosa parecía una figurita
de cartón corrugado. Había dejado de hablar hasta con la otra misionera,
Bernarda, de algo que no fuera aquel bombardeo en que murió el último médico
del que tuvieron noticias.
Para curar a los habitantes, las misioneras tuvieron que
buscar, entre el derrumbe, las hojas de los deshechos libros de medicina que el
médico muerto tenía en su armario y guiarse por las figuras, porque estaban
escritos en un idioma que ellas no conocían.
(fragmento)
De: La muerte desde el páramo - ed. 2012