Georgianas |
Irena es una especie de deidad vacuna, una diosa vaca, mansa y plácida en su perpetua actitud de rumia.
Fue colocada allí, en el espacio en que el vértigo revienta vidrio y carne y todo se empapa de astillas de hueso y de gotas de sangre, pero ella, inconmovible, se estaciona en ese parapeto en que todo parece transcurrir en una cámara lenta espesa y empastada.
Irena es quieta, sólida, irrefutable. Un hecho blanco en medio de las ruinas, que se desplaza y va, como una nube que huele a cloroformo, de un herido a otro herido, de una cama a otra cama, empujando al hedor que nos asfixia.
Lenta como lo que no ocurre. Ajena como lo que no llega. Extraña presencia que se mueve como se movería alguien tallado en mármol, al que un desperezarse de los músculos le permitiera abusar de tiempos que los otros no tienen.
En las literas, todos la esperamos con los ojos febriles y el dolor que huele como todo a carne destrozada y descompuesta, a bocado animal olvidado delante de las moscas que desovan en él.
Irena es la ejecución de un movimiento con sedantes, enlentecido hasta la insensatez. Parece que su vocación sanadora fuera la inexplicable detención del tiempo.
Irena es, con los ojos pasivos y lejanos, el único gesto compasivo que se detiene en cada frente humana bajo este roto hospital que se derrumba.
(De: La muerte desde el páramo - ed. 2012)