El niño murió un lunes.
Muchos dijeron entonces que con una muerte en el principio,
aquella no sería una buena semana y decidieron permanecer en sus literas del
hospital, inmóviles, inaparentes, disimulados, por si acaso la muerte iba a
quedarse toda el tiempo en los corredores, eligiendo moribundos para llevarse.
Prefirieron los catres, para no hallar la cara de la muerte si caminaban por el
edificio o intentaban salir buscando algo de luz, aquellos que ya podían volver
a combatir.
En el pueblo, nadie supo que el niño había muerto.
Ni siquiera notaron su ausencia los otros niños del páramo
que alguna vez jugaron con él y con su perro.
Los huérfanos del páramo eran como minúsculas aves
migratorias. Duraba una temporada. Luego desaparecían. Al tiempo, aparecían
otros iguales a los anteriores aún a pesar de sus diferencias. Por eso nadie
notaba si faltaba alguno de los primeros o sobraba alguno de los últimos. Todos
acababan deshilándose en el viento, como sus voces agudas se deshilaban en las
tardes, cuando las piedras se enfriaban totalmente y los cercanos estruendos de
la guerra sonaban bajo el horizonte abovedado y lúgubre.
El perro, sin embargo, fue notado por todos.
Se estableció en las puertas de Hospital de Sangre, a un
costado para no estorbar ni ser estorbado, para mirar sin ser mirado,
esperando.
Alguna mano aproximó a su hocico una escudilla con comida
para enfermos y un tazón con agua. El perro no se alimentó.
Al niño, alguien lo llevó en brazos, porque ya no tenía
fuerzas para andar. Alguien lo puso allí, en el mismo jergón en el que murió
días después porque la vida le resultaba un gran esfuerzo. Murió, en la misma
forma titilante en que se apaga un cirio expuesto a un golpe de aire repentino.
(De: La muerte desde el páramo- ed. 2012)
Imagen: Álbum de la tropa