Para Pichón
Tenía privilegios sobre mí. Privilegios que yo mismo le daba, porque sabía de su corazón de cristalero. Siempre me dieron escalofrío los cristales rotos. Son transparentes, cortantes, invisibles, como algunas tragedias de la vida.
Mi hermano y yo peleábamos por cosas diminutas. Peleábamos sin celos, sin envidias, reclamando atención uno del otro como un lenguaje que no tiene idioma y se expresa con gestos. Peleábamos para sabernos importantes en el otro que también nos peleaba.
A él no le gustaba mi perfume sin marca y a mí me molestaban sus camisas Dior.
Éramos diferentes en las formas.
Él era alto, elegante y corpulento. Y yo flaco, esmirriado y anodino. Pese a que ambos estudiamos mucho, él era culto y yo barriobajero, él era un animal de librería y yo un ratón de biblioteca pública.
Diferíamos también en las palabras con las que escribíamos. Él pensaba que todo era de pájaros. Yo pienso que los únicos pájaros son cuervos.
Cuando estaba muy furioso conmigo por pequeñas minucias irrisorias, mi hermano me mandaba al Congo.
Cuando no podía contener mi enojo por las mismas minucias, literalmente yo viajaba al Congo.
En tiempos de mi hermano, esos tiempos de las cosas mágicas que a un escritor le gusta imaginar, el Congo era sinónimo de África. Y yo, en realidad, viajaba al África, como poniendo una tregua continental que apaciguara el mar de nuestro mundo. Entonces empezábamos a extrañarnos, como eso que es ausencia a nuestro lado.
A los dos nos gustaban los vocablos que inducen ensoñaciones, las palabras extrañas que sueltan su sabor sobre la lengua, los cuentos de piratas de Salgari y esa costumbre de tener un prójimo al que darle una mano.
Éramos hermanos para todo, como dos mundos que se complementan en un mismo y fecundo movimiento.
El era musulmán. Yo soy judío. Fue por lo único que jamás peleamos.
(De: Psicoámbitos)