Apendicitis crónicas (las páginas colgantes)

TEORÍA DE LA PROSA - IRRESPONSABILIDAD DEL VERSO - IMAGINACIÓN DEL ENSAYO - INCERTIDUMBRE DE LA REFLEXIÓN

Las tribus

Las tribus - Poema y opinión de Valentín Martín Martín sobre Correccional de Pájaros


Ebrios de nada y su abolición diaria
tantos muchachos con sangre de ortigas y cuchillos
en vez de palabras  en las manos
o paz en las pupilas
caminan al destierro que es sólo una encerrona
porque el mundo rueda como si ellos no existieran
y está la tarde abismal de tigres indefensos.

Hay una derrota de siglos en su cuenta,
todos los días nacieron para ser sus adversarios
y no supieron nunca exactamente
de dónde viene la melancolía.

Los miro y no miento si digo
que no hay castillos  que destruir  porque alguien
negó su derecho a tener quince años
y un amor indomable.

No hay salida y lo sabemos
mientras los subsecretarios suben a las  azoteas
a otear perfumes
qué se puede esperar de los sueños desnudos
que quedan en la tierra con el corazón candente
de tanto olvido, de tanto olvido.


Cuando acabé de leer tu “Correccional”, supe que yo había tenido una infancia casi feliz, después de pasarme  tantos años pensando que había sido una puta mierda.

Luego te cuento y lo entenderás.

Aún desde una construcción  formal muy distinta, creo que el ejercicio literario de esta novela tuya entronca y emparenta con el que propuso la llamada generación española del medio siglo, donde Aldecoa, Laforet, Sánchez Ferlosio, Fernández Santos, Juan Gytisolo, Ana María Matute, Luis Martín Santos (el mejor de todos)  y otros llamaban a la puerta con un mensaje suave en apariencia en algunos pero que venía a romper el miserable nihilismo de aquellos años, o lo que es peor su travestismo hacia una literatura indigesta por amable. Ellos nos la  metieron doblada  con su aparente calma que luego resultó ser una bomba de relojería. Y les fue la vida en el envite  (a algunos literalmente) porque se agotaron pronto.

Hay diferencias, claro: aquellos rebeldes nos dejaron un recado  casi clandestino y el tuyo es demoledor, con una prosa desnuda y orgullosa de sí misma porque puede. Ellos escribieron todo con aristocrática pulcritud y tú lo haces con fiereza, pero los dos bandos coincidís tal vez sin quererlo en la misma conquista: bajar a la gente de bien del limbo y enfrentarla a la cara oculta de la luna, tan oscura como un dolor que se prolonga durante años y luego su eco ya nunca se va.

Estoy seguro de que de haber nacido antes y aquí, habrías estado entre ellos. Ahora todo es distinto, ya no quedan editores de verdad, se nos han ido muriendo y Lara prefiere siempre las novelas malas, por delante incluso de las mediocres (dios santo, Gabriel, si hasta premió a Maria Pau Janer con un río de millones).

Ha hecho de la literatura un negocio, por delante de la vocación que tuvieron Barral, Tusquets, Martínez, etc. y parece contento. Su voracidad económica le llevó a poner en pie en su día un periódico en Madrid  para un mercado de fanáticos o nostálgicos y le salió el tiro por la culata porque este país dejó de ser golpista hace muchos años. Y el periódico agoniza con una escasa difusión casi simbólica.

Lo peor es que México ha dejado de existir. Porque México fue antes no sólo un refugio sino una plataforma lanzadera desde la que Juan empezó a ser Marsé, por ejemplo.

Ves, ya estoy divagando. Tengo que decirte cuanto antes que tu novela tiene una declarada vocación  de  hendidura biográfica, pero que se instala en lo atemporal saliendo de un momento muy vivido y muy concreto para expandirse también mucho más allá de lo testimonial. Pasa del naturalismo al realismo crítico con un oficio congénito, y eso lo sabemos los que te hemos leído a diario y en otros palos.

Yo creo que resistes muy bien la tentación de caer en el tremendismo. Y no era fácil, porque aunque ni por un milagro se nos hubiese ocurrido pensar en que un  escritor como tú se aproximase siquiera a la edulcoración de Wets Side Story, en el tema de la marginalidad siempre se está sobre el alambre.

Tu novela es un golpe en la mesa, pero también una ensalada emocional que se digiere bien, porque el ser humano no es inmune a la atracción de la brutalidad cuando la noticia de esta rompe la cadencia de su insufrible banalidad diaria. Avanza muy deprisa, pero no tanto como para perder de vista a los personajes y estos son al final los que quedan, los que se levantan después de la lectura resistiéndose a la muerte y exigiendo ser memoria.

No sé si tu novela viene a llenar un vacío personal o una urgencia íntima en contarse,  que bien podría ser un exorcismo. Me parece que puede recibirse así, pero yo la veo también como un manifiesto que viene a responder al apetito informativo de muchos de nosotros que hicimos, como lectores, del realismo social una contrapartida contra el ensimismamiento lírico por el  que nos dejamos llevar demasiado a menudo en un mundo donde nunca nada es lo que parece. Y lo sabemos.

Este intercambio tan fecundo entre el escritor y nosotros, los lectores,  se debe solamente a tu intuitiva manera de profundizar en unas historias que, agrupadas o por separado, producen la conmoción de la sociedad que se creía casi perfecta.

No sé si tu novela cumple el sueño de algunos autores: cambiar la realidad de hoy contando el ayer, denunciarla, testimoniar simplemente.
Lo que sí es seguro es que has hecho pedazos la rutina.


Valentín Martín - España

(Sobre la novela: Correccional de pájaros)




De las cartas cerradas y otras incoherencias (toma IX)


Cheers by Jonko Dy
Tannat

Dejo caer el Tannat.

Dentro de la copa que bajé a pedir a la barra del under, lo observo como una cascada de ideas intensas que produce un tumulto.

Enciende todo un bosque en mi nariz y arde sobre mi lengua con un picor difuso, metálico, lleno de estrechez.

No es expansivo.

El sabor se me antoja el sexo de una mujer virgen que se dilata despaciosamente mientras la sensación de penetrar trepa por mí.

Desoriento los ojos. Busco climas.

Hay también en este lugar quieto un resplandor que más que un resplandor parece algo que gime. La luz de la lámpara sobre el escritorio mientras lucha con la frialdad fosforescente del monitor, va agonizando.

Dos luces contrapuestas –en este raro momento de las guardias– batallan, se sublevan, pelean en el vino que sostengo dentro del charco de mi oscuridad.

Bebo todo ese mundo como bebo mi vida. Sé que el precio del sabor no tiene precio.

Estoy tranquilo como un árbol viejo que se ha acostumbrado a tener sed.

(De: Poiesis)



Staff de planta


Revisión de rutina

—Los nombres importan poco. Lo que importa es el ser que por un momento ocupa ese nombre.

Desparramó sobre la mesa los doce pasaportes y la mujer le preguntó:

—¿De verdad habla todos esos idiomas?

Él recogió los pasaportes y los guardó. Podría haber dicho que sí, pero solamente usó sus ojos. Sus ojos, que siempre eran los mismos.

Face off es eso. No te traiciona el idioma. Te traiciona la voz de la mirada, pensó, mirando a la mujer.

—Los nombres importan poco– repitió después, cansadamente– La vibración del ser... eso que late...Eso es lo imposible de sobornar. No importa el nombre. El nombre es un momento. El ser es siempre. Aún dentro del papel que uno se asigne, estará ese destello de uno mismo.

El calor agobiaba las paredes del caserón y se extendía como una voz promiscua por pasillos y sobacos sudados y por paciencias sórdidas que se enojaban las unas con las otras, emulando animales sacados de la calle y retenidos sin importar la especie, adentro de una jaula de zoo, pestilente y estrecha.

—Podrían arreglar el aire acondicionado central. El tufo a nosotros mismos no nos permite respirar.– dijo él, en voz tan baja que mientras lo decía pensó que su voz era una gota, otra gota de su propio sudor, y la garganta resbalaba en ella.

—¿Usted habla todos esos idiomas?– insistió la mujer y se echó aire con unas fojas de sobre el escritorio.

Abanicó su voz preguntadora y él la observó callado, caluroso y estático como un lagarto cuya presencia entre las rocas delata solo un conato de respiración.

—¿Cuántos hombres mató?

—No importa la cantidad. Importa que lo sepa hacer. Como no importan los nombres. Nadie quiere un nombre que lo identifique más allá del que elige para ser identificado. Yo casi no sé como me llamo. Tengo que pensar como me llamo cuando alguien me pregunta. En general, doy mi último seudónimo. No los alias, el seudónimo ¿entiende la diferencia?

La mujer lo observó.

—Uno le pone el nombre que quiere a los fantasmas.– le dijo él, mientras ella desaparecía por la puerta.

La habitación retuvo dentro de sí al calor untado con un alias de silencio.


(De: Del trabajo de a-gente y otras leyendas urbanas)


Poder de adivinación


Todo en nosotros es una foto vieja.

Ella ama la fotografía. La ama más que a mí porque sabe, además, que yo sólo amo los papeles escritos.

Cuando estoy desnudo ella me toma fotos.

Yo escribo alguna cosa sobre el aire y me cubro los ojos con la mano que escribo.

Cuando ella quiere hablarme, busca citas en libros que yo nunca leí y fotografías en las que a veces estamos juntos y a veces no, pero los que están en esas fotografías siempre se nos parecen.

Somos, entonces, esas otras personas que hacen las mismas cosas que nosotros a veces.

Hacemos el amor de muchas y diferentes maneras.

Hacer el amor es como escribir libros: creativo.

O como sacar fotos.

O como escuchar música.

Nos inclinamos por las músicas que no escucha nadie. Gente que hace buena música y que nadie conoce y que también se nos parece en algo, como los que están en las fotos y que no somos nosotros.

Ella me mira cuando estoy desnudo.

Yo la miro, también.

Somos dos eruditos del silencio pese a tener tantas cosas que decirnos.

(De: Poiesis)

De las cartas cerradas y otras incoherencias (toma VIII)





Contrarreflejo

Alguna vez fui un ruiseñor de plástico o un caballo de arena. Las ruinas de un templo sin dioses ni devotos que el desierto enterró por inservible y una gota de agua que se seca encima de una piedra calcinada. Se evapora y ya está.
Así mi infancia.

Una anécdota quieta en la contratapa que alguien le arrancó al libro de la vida. Una pavesa que no tuvo pabilo. Un rato de pasión entre dos sombras que jamás se vieron en la oscuridad.

Así mi infancia.

Una dulce migración de historias no protagonizadas y un canto a la deriva dentro de un caracol roto y desde el que se escapa el sonido del mar.

Igual soy mis ganas de vivir, aferrado a mí mismo como este huérfano que soy. No me dejo morir por mi conmigo ni que me mate a plazos para ayudar a que me tengan pena. No ando de suicida suicidándome sin suicidarme nunca por si acaso no vea el resultado que mis notas póstumas causan sobre la mesa de los otros.

Me gusta lo rotundo, lo que existe, lo que mantiene siempre el mismo status de cosa que sostiene. He visto tanta muerte que me aferro desesperadamente a honrar la vida.

Así mi madurez.

Un pensador de piedra que guarda en sí el corazón de sus caballos antes de que se disgregue la voz del ruiseñor clavado por la espina del silencio.

(De: Poiesis)

Reflexiones de sepultureros



Tengo malas costumbres, dicen los diplomáticos y los que se venden por cuatro denarios. Siempre tengo rota la reversa por lo cual, no regreso desde mis decisiones.

Así vengan por mí con címbalos y trompetas, para entronizarme o dedicarme un monumento, ya pasé por mi lápida y a ese enterrado ahí, le dejé un escupitajo sobre el nombre.

El bronce, además, se me da pésimo. Uno queda encorsetado y rígido, sin mutabilidad y patinado también de ese orín verde tan típico de estatua-para-siempre, además de cagado por los pájaros.

Como soy tan así, tan sin reversa, podría parecer que el bronce me sentara y que fuéramos, realmente, el uno para el otro. Pero no.

Tampoco me sientan bien las traiciones ni las escenitas de culebrón ni la extorsión aplicada encima del sentimiento humano y llevo espantosamente mal eso de quedar como un idiota.

Si yo mismo me dejo como idiota, a veces me la aguanto, pero si otro especula conmigo y mis confianzas y de repente me deja haciendo señas en el medio del mar en el que me metí para salvarlo y luego entiendo que de suicida tiene menos que yo de religioso y que todo no fue más que un monótono capricho de su ego, lo elimino.

Sinceramente lo llevo mal, pero el hecho en sí no me importa. Lo que llevo tan mal es la condición de desengaño, la cierta y convincente imposibilidad para creer en los gestos amables que se reafirma en mí como una enfermedad que recidiva.

Trato de curarme y otra vez aparece la peste. Eso lo llevo mal. Esa reafirmación constante de que no existe el prójimo ni siquiera, para las cosas mínimas o las entregas mínimas y que no bastan los platillos ni los címbalos, cuando no están los gestos. Es apenas una cháchara de chanchos en el fondo lodoso de un chiquero.

Cuando me siento así, vuelto un idiota útil como tantos y ahí, en ese papel que otro me impone (y que como buen idiota yo protagonizo), me siento así de incómodo, se me aplica el cuento de El pastorcito y el lobo.  Y yo estaré sin dudar entre los lobos.

En eso, mi compañera y yo nos parecemos, cuando decidimos matar sin decir nada.

Nos miramos a los ojos, sonreímos cómplices y cerramos el libro del afecto con un movimiento de silencio.

Ambos sabemos, de tanto conocernos, que no vamos a volver a leer ese capítulo ni aunque el autor lo reescriba veinte veces.

Un muerto para nosotros es un muerto y un verdadero muerto, ocurre adentro de nuestro corazón.

Espacio marginado



La última imagen que conservó del pueblo fue la de los cuatro campanarios que no se derrumbaron.

Habían quedado allí, incólumes, llamadores de Dios aún en la tragedia.

Sentado junto al agua, en la orilla confusa de las cosas, llegaban hasta él los campanarios como una suave vibración marítima, desde un lugar que ya no estaba más.

Los pocos sobrevivientes habían marchado a pie, de espaldas al pueblo y de espaldas al mar, tratando de seguir la curva montañosa que los pusiera a salvo en la tierra extranjera.

Resignados como a todo lo último, la gente del pueblo vivió callada el éxodo.

El comandante Jael, tres de sus hombres y el sacerdote ruso se quedaron.

—Déjame hacerlo, zar. Sé mucho de explosivos.– había dicho Don Miros, justificando su retraso en el puente–Además, la gente puede andar sin mí. Váyanse ustedes, ellos los necesitan.

El comandante se negó en silencio y el pueblo se marchó y los dejó atrás.

—No es tu tiempo de cambiar de oficio, iepiskop. El de sacerdote es el que te sienta. Quédate así de ahora en más. Yo haré lo que sé hacer.

Igualmente, Don Miros se mantuvo con ellos hasta que terminaron de disponer las cargas.

Sobre el borde del bosque se habían perfilado unos pocos blindados que protegían la tropa de asalto encargada de dominar el gasoducto.

Los habían escuchado llegar durante la noche, cuando en el pueblo ya no quedaba nadie.

Oyeron el sonido traído por la tierra, propagándose, igual que una manada de elefantes que avanzara aplastando los árboles delgados que no habían doblegado el bombardeo o la artillería, para enfrentar el campo minado como bestias ovales, cascarudas, exhibiendo sus picos hematófagos.

—Pues mira eso...parece que sacaron a pasear el Museo de Guerra...Anda que no es la división Pavlov del ’36.

El comandante le extendió los binoculares a Don Miros y lo vio sonreír, con gesto tonto.

—¿Para qué quieres más si luchas contra gente con azadas?– había respondido el sacerdote.

Ahora, mientras Jael giraba la gorra entre sus manos, mirándose en el agua como si el rostro que observaba hubiera dejado de ser suyo, recordaba la orden.

Había dicho cuando empezó el avance: “vámonos, no queda nada más que hacer aquí” y luego, cuando estuvieron a suficiente espacio de ese mundo, el estallido se extendió por todo y hacia todo, como si el día se desestructurara por completo y la tierra completa se desencajara en el espacio.

Nadie miró hacia atrás por no llevarse nada de aquel lugar del mundo. Sólo el fuego les untó las espaldas con un lamido rojo y calorífico, que se perdió después, páramo arriba, sin encontrar el rumbo de los hombres.

(De: La muerte desde el páramo- ed 2012)

Imagen: Album de la tropa


Luces bajas


A veces, en lo solo de mí,
sin luz de posición
y en el arcén que tiene toda noche
observo el precipicio.

No soy un tipo al que le ataque el vértigo
y es más
me gusta el equilibrio del gato en el vacío
y me seduce toda cuerda floja.

Será este hábito frío de volar
con los ojos cerrados y el corazón sin rumbo.
Este hábito negro, desaliñado hábito
de predador del aire y de sus magias.

Me quedo en el silencio
como un búho
que busca el alimento en su interior
y se consume en cada sueño que devora.

Sin luz de posición mirando al tiempo
y su latido inútil
hecho de amor extraño
que no sabe nombrarse con la boca
ni paladearse encima de la lengua.

Sin luz
como una sensación serena y ardua
capaz de repoblar el infinito.


Imagen: Álbum de la tropa

El militante



cuando la jaula aprieta las neuronas
porque el miedo, que es libre, me da miedo,
algo me dice que tenerte cerca
es parte de ese Dios que está tan lejos.
(MdP - Dios ha de ser brutal como la vida)


Sé que te escribo poco, compañera,
que hablo poco de vos, por breve y hosco,
tan esputo de vida en las naranjas
que, férrea, almacenás sobre tus pechos.

Creo en un Dios afónico, de a ratos,
con esta militancia de tu boca
y con tu larga admonición de lunes
en que sigue la vida.

A los judíos,
nos empieza en domingo la semana.

Pero estás en el pan y en el papel,
huele a té derramado tu cabello
y tus pies van pequeños por el aire
siguiéndome los verbos que no digo.

Huele a cocina siempre tu cintura
y a pólvora mi boca cuando besa
tu lengua apalabrada,
tu dulce lengua
hecha toda de diéresis y pájaros.

Vas a buscar un diccionario apócrifo
lejano al DRAE y con significados
tolerantes y mágicos y fuertes
como la libertad de haber nacido
como yo sueño:
el uno para el otro.

Que venga Dios y vea
este extraño milagro que no hizo.

Hebras


En su sueño había olor a té. Un té manso, profundo té de cabellera negra, de hebras cortadas como si fueran de trenza de mujer para que, ya en la guerra, libere de todo mal al miliciano que la guarda en su pecho. Pelos de té sensible y perfumado. Un conjuro de té. Cabello que se enhebra en los dedos del sueño y acaricia los labios con su infusión madura que late en los castaños más locuaces y en los rojizos de lo destemplado.

Olor a té en el sueño, como si el té viviera y pudiera extender sus hojas curativas hechas todas de rocío astringente y de taninos. Olor a té casi tan recio como el olor a sangre.

Irena Contidis dijo shhhh, shhhh, la misma cantidad de veces que usaba para todos los milicianos, cuando se incorporaban en su lecho de heridos gimiendo bruscamente, saliendo del letargo con un grito animal, para cazar sus almas vagabundas que pugnaban por abandonarlos.

Shhhh, shhhh...y apretó el cuerpo del hombre contra el colchón mojado en el agua de las pesadillas, que olía como a infierno y a muy sucio, ese hedor reconcentrado del sudor y la baba que cae cuando se llora casi todas las noches.

Jael abrió los ojos y la enfermera le hizo un gesto pacífico, meciendo el jarro de lata como si fuera una campana llena.

(fragmento- La muerte desde el páramo- ed 2012)

Imagen: Album de la tropa

Gubernáculo del testículo

Orpheus-Delville-L

Sólo una perra triste
que berrea y se lame
la protrusión del sexo
incitante y a solas
como todo lo amargo,
como todo lo exangüe.

La noticia local del noticiero,
galletitas de agua
té caliente que aparte te caliente
y las piernas cruzadas que se aprietan
en la necesidad de usar el clítoris.

Delirios tan fugaces como viejos
de pasiones fortuitas o novelas
y un roto folletín alcanforado
manoseado entre sábanas impúdicas
que no huelen a hombre.

Alucinar es fácil
entre la represión y el desengaño.

Crear desde el equívoco
amores deletéreos
como son las pasiones marroquíes
después de Humphrey Bogart.

Al final es tu don -sentite satisfecha-
el desatar en mí la misoginia.


(De: Vocación de no amor - poemas de sangre, sudor y sexo)

Valor de la entelequia


No nos tocaron tiempos con jilgueros ni florecieron para nosotros los cerezos orientales.

Nacimos hipotéticos y nos hicimos fuertes como suaves tormentas que se hinchan muy adentro del mar y llegan explosivas a la tierra como tantos tsunamis, a deshora. Grandes y victoriosos caballos de agua y sal, anegando los mundos del consigo, aprendimos el fuego sobre el metal azul y el ojo llaveado de las puertas que no se nos abrían como a otros.

Dos papiros escritos en el trueno, abandonando su antigüedad de esgrima a bayoneta con que grabar la herida de las cosas.

Y bueno, nos volvimos mortales suavemente, como dos grandes mitos que se cansaron de contarse a sí mismos cuan invencibles son por separado.

Nos volvimos vulnerables, uno en el otro, vulnerables como ponen los niños vulnerables a los hombres de bien o como el amor vulnera cuando es cierto y no una paradoja del antojo.

Supimos aprendernos en la luna que siempre nos miraba de perfil y en la boca grotesca de la muerte, que cloqueaba en la almohada del dolido un mordisco sensual e interminable.

El asco dejó de quedarse en nuestras cosas. Dejó de acampar la indiferencia y el hastío se quitó del alféizar por el que entró la vida.

Sólo de esta manera inverosímil, se aprende el valor natural de la entelequia.

(De: Poiesis)

Imagen:  Diorama by Absentasi

Sin ángeles


—¡¿Pero que haces con mi lejía, muchacha?!

Radomira arrancó el recipiente de las manos de Irena y se quedó mirando el cuerpo desnudo, enrojecido a fuerza de frote, casi hasta el desuello. 

—¿Pero que ha pasado contigo, por Dios Santo?¿Puedes decirme que cosa te sucede, niña? 

Suavemente retiró el estropajo con el que la enfermera se restregaba frenéticamente la piel y lo echó al piletón, bajo un hilo mínimo de agua. Luego tomó una de las tantas telas raídas con las que improvisaban sábanas para los heridos y envolvió el cuerpo de Irena, con exigente delicadeza.

—Vamos...vamos a vestirte, muchacha. Vamos a vestirte.– insistió Radomira, arrastrándola por el corredor hasta la estrecha celda que la enfermera usaba como habitación.

Era un espacio oscuro, violentamente helado, en el que se apiñaban las cuatro pertenencias que Irena había traído consigo, además de sus ganas de servir: sus pulcros uniformes de Cruz Roja, su libro de oraciones, su pasaporte, todas sus credenciales humanitarias, sus textos de enfermería y algún que otro recuerdo no desembalado que acabó olvidando con el tiempo.

Radomira la recostó en el catre tosco, como si fuera una muñeca con la cual la mujer decidiera jugar a la mamá, como cuando era niña. La arropó con ternura. La llamó “hijita mía”.

Todos sus hijos para Radomira estaban lejos, aunque alguien le había contado a Irena, que lejos, para Radomira, era estar muertos. Alguno se había ido de muchacho a la ciudad y luego se había hecho miliciano. A otro se lo había llevado el mar cuando se comió al pueblo. Su último hijo era el médico fallecido en el segundo bombardeo y por eso la mujer andaba echando agua y lejía por todo el hospital, como si lo guardara. Las dos hijas menores habían huido hacia otra tierra entre la marea de refugiados que lo hicieron.

Entonces Radomira estaba sola, porque ya era viuda desde antes de la guerra y no quería dejar las tumbas a merced del silencio y de la nada.

Argumentaba que alguien debía cuidar del camposanto, porque todas las monjas se habían muerto y no llegaba tampoco un sacerdote para bendecir la tierra de difuntos, que conforme la guerra avanzaba, iba ampliando sus límites hasta llenar con cruces de palo las  partes no benditas.

—Dile a Radomira por qué estás llorando, niña.

En el rostro de la mujer el tiempo era un inmensurable mapa de desastres. 

Irena la miró, tal como la primera vez que la observó limpiando el hospital sin darse tregua. El pañuelo cubriéndole el cabello ceniza, la nariz prominente dentro de una cara delgada y diminuta, la boca desdentada y las manos del hambre y el afán, extendidas y ásperas, recogiéndole  el rostro ante los ojos.

—No sé por qué viniste aquí, sestra. Aquí sólo llegan ángeles malditos.– repitió Radomira lo que siempre decía y que nadie escuchaba ya– Dios manda aquí a sus ángeles que ya no tienen nada que perder. El páramo es eso, sestra, un cementerio de ángeles.

(fragmento)

(De: La muerte desde el páramo- ed 2012)

Imagen: Album de la tropa

Los círculos concéntricos


El tabernero se inclinó hacia la parte baja del mostrador y todos escucharon un largo sonido a gato lastimado que se desmembraba en un acorde extraño, hasta que el hombre levantó el pequeño acordeón y lo colocó a la vista de los que se habían reunido en la taberna.

Las bocas de los varones sonrieron y las mujeres dejaron escapar suspiros juveniles y nostálgicos y risas parecidas a un alto alboroto de gaviotas.

—Y también tengo esto aquí guardado.– prosiguió el tabernero y sobre la barra colocó un violín y una armónica.

Enseguida hubo música.

Los hombres se tomaron de los brazos y danzaron en redondo, igual que las mujeres en el centro de aquella rueda que levantaba polvillo del piso entablonado, mientras en el aire de frituras y leña, las voces marcaban el compás al igual que los tacos de las botas.

A Irena, las manos de Rima la habían arrastrado a aquel festejo. La habían empujado y arrastrado, como a un rito pagano y paradójico, después de tanto miedo.

Cuando llegaron ambas, la gente en la taberna festejaba la vida, un rato más de vida, un día más del pueblo, un instante de estar aún sobre este mundo.

Georgianas
Irena, con los ojos encendidos por la luz de los quinqués y las mejillas también encendidas por una excitación violenta e insumisa, recordaba la escena de la tarde y reía, con una risa tensa que emparentaba mucho con el pródromo de un llanto feroz.

Cuando el primero de los milicianos que regresaban bajó a la cripta, escuchó un rezo largo, interminable, como un río que anduviera allí abajo sin ser visto y que le mojara a él los pies con sólo su murmullo.

—Llegaron los suministros.– dijo, desde la boca del subsuelo, percibiendo a la enfermera que guardaba aquel lugar, con un fusil hallado entre las camas y los jergones– Pueden salir...y baje eso, sestra. Está encasquillado. Todos los que funcionan los tenemos nosotros.

Pero nadie salió del agujero aquel por el que andaba el río invisible. Nadie salió de la inamovilidad en que el miedo los tuvo retenidos, hasta que otros milicianos iguales al primero se asomaron diciendo también que nada había pasado, que sólo era el convoy de suministros que llegaba dando traspiés por la planicie y que habían logrado detenerlo antes de que lo hicieran las minas.

A pulso habían traído por “el corredor de Tibor” las cosas necesarias para seguir viviendo y a pulso habían nutrido el almacén para que el pueblo no muriera de hambre.

Eran aquellos, esos mismos hombres que Irena veía danzar ahora, en ese corro tosco y al mismo tiempo, liviano e infantil.

Se preguntaba como era posible pasar desde el terror a la alegría, desde el llanto a aquellas carcajadas, desde morir a estar vivo, en tan sólo un movimiento del ajedrez del alma. Y cómo el alma resistía aquellos cambios, para poder reír una y otra vez, como si jamás hubiera padecido un miedo irracional y demoledor como el de aquella tarde.

“Baila, sestra, baila”, la alentaban las mujeres y los hombres, a los que el alcohol teñía por igual de ásperos fantasmas saltarines.”Baila, sestra, baila” y las manos la arrastraban como a una gama indócil, que se negara a integrarse a la manada. “Baila, sestra, baila” y la rodeaban y la seducían con sus pasos cruzados y sus golpes de taco y sus voces rasposas y jadeantes y sus gritos de guerra y de bandera.

Ella bailó. Se unió a las mujeres y bailó.

La taberna giró en sus ojos castaños como un remo-lino hecho todo de luces titilantes y de bocas sonrientes, que cantaban y se movían en un espacio que Irena sintió como la felicidad. Algo así, como ese roce de los brazos y ese revoltijo de polleras y esos golpes de palmas, debía ser la felicidad. Un jolgorio de espíritus en paz que pueden embarcarse en la alegría.

Bebió de los jarros de aguardiente que le ofrecieron y ayudó a entonar al coro de mujeres canciones populares que su media lengua nunca había aprendido.
“Canta, sestra, canta” decían ahora los hombres y las mujeres y los músicos buscaban en su memoria de músicos, ritmos de la melancolía del corazón. “Canta, sestra, canta”.

Irena se quitó los zapatos incómodos y sólo con las gruesas medias de lana, bailó un ritmo de su patria al compás del acordeón que un miliciano ejecutaba cantando con voz grave y húmeda en una jerigonza fonética coreada por largas onomatopeyas.

Cuando, agotada por el ritmo y el alcohol, ocupó tambaleándose casi, una banqueta contra el mostrador, percibió cuán poco hacía falta para ser feliz y olvidar todo lo ingrato.

—¿Usted no festeja?– preguntó, con los ojos chispeantes, mirando al comandante Jael que reclinado contra el mostrador, observaba toda aquella celebración como si ocurriera detrás de una vidriera que él no podía traspasar.

Los ojos oscuros se inclinaron hacia los de la enfermera con la misma mirada que ella recordaba de la cabaña.

—¿No baila, comandante?– insistió ella, armada con la locuaz impertinencia del alcohol– No baila, no canta...Es usted un aburrido, un amargado, un triste que vive sólo para la guerra.

Él se llevó el jarro hasta los labios, como si no la oyera y permaneció así un largo rato, hasta que Tibor llegó con la guitarra que había heredado de su padre y que no tuvo tiempo de aprender a tocar.

Entonces, un silencio suave como pelliza dulce se acomodó en los hombres frente al primer rasguido y el polvo levantado por la danza fue bajando despacio, desde el aire, como si todo hubiera estado esperando aquel sonido para quedar inmóvil.

El comandante Jael cantó con suavidad para todos sus hombres que se fueron volviendo melancólicos como los niños que no tienen juguetes.

Los hombres abrazaron a sus mujeres y a sus muchachas que se acostaban por hambre y que también los abrazaron mientras bebían y escuchaban y ocupaban las sillas, el suelo y los rincones de las cosas cálidas.

Todos cantaron luego, mansamente, mientras se apagaba la luz de los quinqués y el cansancio les ganaba los ojos, como arrullados por una nana que no tenía idioma.

A través de sus ojos somnolientos Irena vio difuminarse los últimos colores, apoyada en un hombro del comandante, hasta que lentamente comenzó a soñar.

(De: La muerte desde el páramo- ed. 2012)


Inframundo


En los subterráneos, luego del desembarco, las camas se enfilaban como si fueran tumbas dispuestas sin orden dentro de una cripta funeraria.

Los milicianos habían mudado a todos los heridos a aquel lugar y casi era imposible caminar por él cuando el pueblo también se refugió allí, al amparo de sus paredes de roca.

El poco aire que alcanzaba a meterse entre las piedras, traía olores húmedos, salitrosos, como si una corriente submarina amenazara desde fuera los cimientos del edificio a medio derrumbar. Era un aire espeso, en el que se mezclaba el olor a carne descompuesta y a excrementos con el vaho ansioso de las respiraciones y el vagido itinerante de los niños.

La luz temblaba, precaria y vacilante, de modo que la mayor parte del tiempo, todo era oscuridad.

El estruendo, sin embargo, remeció la solidez rocosa de aquel refugio y espantó los demás sonidos como una vibración que se prolongara bajo tierra, en una palpitación descomunal.

—Las minas...las minas...–balbucearon algunos milicianos heridos, dentro de la oscuridad con que la explosión atrapó a la luz, sumiendo a todos sólo en el sonido.

El pueblo bajo el hospital, escuchó nuevamente.

Eran truenos lejanos, rayos que se clavaban con todo su poder en la tierra y se extendían a través de ella, como una pulsación de sangre enferma que lo sacudiera todo.

En aquella oscuridad purulenta y maloliente, las madres cubrieron las cabezas de sus hijos, las mujeres se abrazaron a sus hombres ancianos, y toda relación humana fue esa necesidad desesperada de contacto y temblor, que se transmitía, como los estruendos, de cuerpo en cuerpo, de calor en calor, de gemido en gemido.

—Tanques...deben ser los blindados.– se decían unos a otros los milicianos heridos y postrados en sus colchones, buscando en la oscuridad las armas que ya no tenían a su costado.

A nadie le cupo dudas de que era el temido asalto al gasoducto.

¿Qué podría hacer el puñado de milicianos contra los tanques del invasor?  Mal armados, mal vestidos, mal comidos ¿cómo resistir aquella fuerza que ya había arrasado lugares mejor defendidos que aquel pueblo en ruinas, con sus habitantes en ruinas y su milicia en ruinas?

Los hombres que podían aún luchar se arrastraron hacia la salida, tanteando en la oscuridad y pisando a los civiles que se apilaban unos contra otros.

La voluntaria Irena les suplicó que se quedaran allí. Que protegieran a toda esa gente aterrada de la muerte segura que les sobrevendría en cuanto se quebrara la resistencia de los defensores en la línea del puente.

Había oído las historias de masacres que contaban los milicianos que ya las habían vivido en sus propios pueblos.

Se las había imaginado en sus noches de guerra, cuando aquel lugar de su voluntariado  dejó de ser un refugio tranquilo en el que nada sucedía.

Fue así que Irena comenzó a escuchar los estruendos que viajaban por la comba del cielo y que sonaban cada vez más próximos.

En un comienzo le había parecido que aquello era sólo una impresión de su mente. Que lo eran esos sonidos huecos, como eternas tormentas en un horizonte de humo y resplandores que se divisaba mal desde la altura del páramo hacia todos los puntos cardinales donde se combatía, al mismo tiempo tan lejos y tan cerca de allí.

En el transcurso de alguna conversación al pasar, Jael la había oído comentándolo. Esas explosiones, había dicho Irena, ese tronar contínuo que recoge el cielo.

—Artillería, sestra. Fuego de artillería.– le había puesto nombre el comandante.

Todo tenía nombre en la guerra. Todos los sonidos tenían un nombre, una marca, un origen y un destino.

—Da igual allá o acá. Todos vamos a morir cuando tomen el puente.– habían respondido los milicianos al pedido de Irena, como si desde siempre supieran que su esfuerzo de defensa era una cosa inútil y que estaban allí para morir protegiendo una posición indefendible.

Ella vio al pequeño grupo abandonar el resguardo de aquellas catacumbas, como una reunión de flacos animales que trotara perfilada en la oscuridad.

Largo rato más tarde tomó conciencia de la hondura del silencio.

La tierra había dejado de vibrar en su temblor pulsátil y una vacuidad morbosa e invasiva corría bajo ella, como antes había corrido la vibración.

Pensó en una mortaja, una mortaja basta, inculta, como la que envolvía los cadáveres de milicianos muertos, echada repentinamente sobre todos los que ocupaban aquella tumba de piedra subterránea.

La gente, como la tierra, también había dejado de gemir y todo era un suspenso de sonidos. A través de él, llegaba imperturbable, el ronquido del mar.

—El silencio aterra más que el ruido.

La voz de Rima sacó a la voluntaria de aquella quietud seca en la que el tiempo parecía una sarcófago.

La luz titiló con turbiedad, cediendo a la insistencia de los generadores a punto de agotarse, como un último esfuerzo para que las personas se vieran aún vivas, allí, por última vez.

—¿Qué crees que sucede?

Irena miró a la muchacha que observaba los recovecos de las criptas, donde estatuas de íconos se acumulaban, rotas y mudas, testigos del antiguo pasado religioso del hospital de sangre, mientras preguntaba lo que ella misma no alcanzaba a imaginar.

—Quizás se rindieron...– agregó.

—No. Los milicianos jamás se rinden.– la aleccionó Rima– Combaten por su honor.

—Entonces les han matado. No se escucha el combate.

—De ser así, habrían volado el puente...Quizás fue un animal o varios...O una patrulla que cruzara el bosque y entró donde las minas. Es algo que no podremos saber desde aquí.

Entonces esperaron en un hilo de tiempo que se petrificó lentamente en sus alientos y en sus manos, en sus ojos y en sus temblores, como si fueran todos transformándose, paulatinamente, en parte de esos íconos rotos que la cripta albergaba a la espera de un Dios que no iba a regresar por ellos.


(De: La muerte desde el páramo- ed 2012)

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Feria del Libro de Jerusalem - 2013

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Acto de fe

Necesito perdonar a los que te odiaron y ofendieron a vos. Ya cargo demasiado odio contra los que dijeron que me amaban a mí.

Irse muriendo (lástima que el reportaje sea de Víctor Hugo Morales)

Hubo algo de eso de quedarse petrificado, cuando vi este video. Así, petrificado como en las películas en las que el protagonista se mira al espejo y aparece otro, que también es él o un calco de él o él es ese otro al que mira y lo mira, en un espejo que no tiene vueltas. Y realmente me agarré tal trauma de verme ahí a los dieciseis años, con la cara de otro que repetía lo que yo dije tal y como yo lo dije cuarenta años antes, que me superó el ataque de sollozos de esos que uno no mide. Cómo habrá sido, que mi asistente entró corriendo asustado, preguntándome si estaba teniendo un infarto. A mi edad, haber sido ese pendejo y ser este hombre, es un descubrimiento pavoroso, porque sé, fehacientemente, que morí en alguna parte del trayecto.

Poema 2



"Empapado de abejas
en el viento asediado de vacío
vivo como una rama,
y en medio de enemigos sonrientes
mis manos tejen la leyenda,
crean el mundo espléndido,
esa vela tendida."

Julio Cortázar

Mis viejos libros, cuando usaba otro seudónimo y ganaba concursos.

Mis viejos libros, cuando usaba otro seudónimo y ganaba concursos.
1a. edición - bilingüe