Dejo caer el
Tannat.
Dentro de la
copa que bajé a pedir a la barra del under, lo observo como una cascada
de ideas intensas que produce un tumulto.
Enciende todo un
bosque en mi nariz y arde sobre mi lengua con un picor difuso, metálico, lleno
de estrechez.
No es expansivo.
El sabor se me
antoja el sexo de una mujer virgen que se dilata despaciosamente mientras la
sensación de penetrar trepa por mí.
Desoriento los
ojos. Busco climas.
Hay también en
este lugar quieto un resplandor que más que un resplandor parece algo que gime.
La luz de la lámpara sobre el escritorio mientras lucha con la frialdad
fosforescente del monitor, va agonizando.
Dos luces contrapuestas
–en este raro momento de las guardias– batallan, se sublevan, pelean en el vino
que sostengo dentro del charco de mi oscuridad.
Bebo todo ese
mundo como bebo mi vida. Sé que el precio del sabor no tiene precio.
Estoy tranquilo
como un árbol viejo que se ha acostumbrado a tener sed.
(De: Poiesis)