—¡¿Pero que haces con mi lejía, muchacha?!
Radomira arrancó el recipiente de las manos de Irena y se quedó
mirando el cuerpo desnudo, enrojecido a fuerza de frote, casi hasta el
desuello.
—¿Pero que ha pasado contigo, por Dios Santo?¿Puedes decirme
que cosa te sucede, niña?
Suavemente retiró el estropajo con el que la enfermera se
restregaba frenéticamente la piel y lo echó al piletón, bajo un hilo mínimo de
agua. Luego tomó una de las tantas telas raídas con las que improvisaban
sábanas para los heridos y envolvió el cuerpo de Irena, con exigente delicadeza.
—Vamos...vamos a vestirte, muchacha. Vamos a vestirte.– insistió
Radomira, arrastrándola por el corredor hasta la estrecha celda que la
enfermera usaba como habitación.
Era un espacio oscuro, violentamente helado, en el que se
apiñaban las cuatro pertenencias que Irena había traído consigo, además de sus
ganas de servir: sus pulcros uniformes de Cruz Roja, su libro de oraciones, su
pasaporte, todas sus credenciales humanitarias, sus textos de enfermería y
algún que otro recuerdo no desembalado que acabó olvidando con el tiempo.
Radomira la recostó en el catre tosco, como si fuera una
muñeca con la cual la mujer decidiera jugar a la mamá, como cuando era niña. La
arropó con ternura. La llamó “hijita mía”.
Todos sus hijos para Radomira estaban lejos, aunque alguien
le había contado a Irena, que lejos, para Radomira, era estar muertos. Alguno
se había ido de muchacho a la ciudad y luego se había hecho miliciano. A otro
se lo había llevado el mar cuando se comió al pueblo. Su último hijo era el médico
fallecido en el segundo bombardeo y por eso la mujer andaba echando agua y
lejía por todo el hospital, como si lo guardara. Las dos hijas menores habían
huido hacia otra tierra entre la marea de refugiados que lo hicieron.
Entonces Radomira estaba sola, porque ya era viuda desde
antes de la guerra y no quería dejar las tumbas a merced del silencio y de la
nada.
Argumentaba que alguien debía cuidar del camposanto, porque
todas las monjas se habían muerto y no llegaba tampoco un sacerdote para
bendecir la tierra de difuntos, que conforme la guerra avanzaba, iba ampliando
sus límites hasta llenar con cruces de palo las partes no benditas.
—Dile a Radomira por qué estás llorando, niña.
En el rostro de la mujer el tiempo era un inmensurable mapa
de desastres.
Irena la miró, tal como la primera vez que la observó
limpiando el hospital sin darse tregua. El pañuelo cubriéndole el cabello
ceniza, la nariz prominente dentro de una cara delgada y diminuta, la boca
desdentada y las manos del hambre y el afán, extendidas y ásperas, recogiéndole
el rostro ante los ojos.
—No sé por qué viniste aquí, sestra. Aquí sólo llegan
ángeles malditos.– repitió Radomira lo que siempre decía y que nadie escuchaba
ya– Dios manda aquí a sus ángeles que ya no tienen nada que perder. El páramo
es eso, sestra, un cementerio de ángeles.
(fragmento)
(De: La muerte desde el páramo- ed 2012)
Imagen: Album de la tropa