La
elección de Ejad
Como a un ave mítica e
inconsciente de su negro poderío, al muchacho los espacios esteparios le
fascinaban las ganas de expandirse. Se sentía fuerte en la oscuridad y por
sobre todo, libre de una libertad en la que nadie tenía injerencia física. Aún
bajo el sol, lo desolado era para él parte de la oscuridad.
Ejad lo comprendía como se
comprende a un perro de la calle que marca territorio con la dentadura siempre
ensangrentada pero que puede ser de una docilidad estúpida si se consigue
llegar hasta su soledad con la caricia.
Estiraba su mano y movía sus
piezas de ajedrez en un silencio que iba de lo disciplinado hacia lo ecuánime y
esperaba, como quien fuma una pipa mirando atardecer.
Esperaba en una serenidad sin
intermitencias, consciente de que debía darle a su nieto un tiempo prudencial
para pensar, no porque considerara que el muchacho era de reacciones lentas,
sino porque Ejad estaba consciente de que la disciplina del conocimiento
precisa madurarse para ser luego bien asimilada como hábito.
Como muchos jóvenes, su nieto
era de esas cualidades y temperamentos vigorosos que aterran a los pusilánimes
y ponen en guardia a los quebrantadores.
Bajos o altos perfiles
convivían en ese austero espacio en que sus vidas se habían tenido una a la
otra solamente a través de las cartas en las que compartían la victoria y el
karma como parte de la dificultad para sobrevivir.
A Ejad le habían informado
que su nieto, aquella cría perdida del rebaño y extraviada desde el vientre de
su madre en la sabana del distanciamiento, se parecía a él.
Una definición que a Ejad le
sonó extravagante, mientras miraba el desierto extendido ante sus ojos
prácticos y grises, aguardando que el avión terminara el carreteo.
Su amigo de tiempos
revolucionarios y fundadores había comentado casi al pasar, en una de sus
cartas espaciadas por meses y meses de mundos diferentes, que el mundo, el de
todos, también era un pañuelo, “porque creo que el que está aquí conmigo en
medio de la Amazonia, es uno de tus nietos”, como si Ejad hubiera sido una
especie de patriarca prolífico, regador de vientres por la tierra, extendiendo
su simiente guerrera en lechos de ocasión.
Dentro del sobre y junto a
esas palabras, llegó también la foto de un muchacho del que Ejad no tenía
niguna foto y sí, algunos papeles de puño y letra brusca, desprolija y
vehemente, a los que había demorado buen tiempo en responder, porque pese a no
ser un hombre de carácter cobarde, sus pasados molestaban en los bolsillos de
su corazón como osteolitos.
Ejad había empuñado armas
toda su vida.
Venía arrastrando el sino
desde la Primera Guerra y no había bajado jamás su fusil desde que se abrazó a
él. Ni siquiera cuando se casó con Bertha y nació Sofía, en ese mundo de paz al
que había emigrado junto a otros jóvenes de su país, buscando un futuro
promisorio. Acabó también yéndose de ahí, solo, porque ni su mujer ni su hija
lo acompañaron en la aventura del regreso a una tierra que seguía sin ser la
prometida.
La noticia de la muerte de
ambas lo sorprendió de noche. Se la trajo otro amigo de aquellos que Ejad había
dejado allá con ellas. Le trajo esa noticia como aquello de que tenía un nieto
allí y algunos detalles sueltos que Ejad pareció descartar antes que atesorar.
Se había vuelto a casar. Tenía otra familia y otras serenidades cuando llegó la
primera noticia del muchacho a sus manos y a la que su amigo con comedimiento
agregó: tú eres lo único que ese muchacho tiene sobre el mundo. Debes darle
la mano a tu sangre. Aprovecha la reconciliación. Reconcíliate con tu sangre y
contigo mismo.
Ejad escribió entonces una
carta. La primera. Y esperó que llegara la voz de su pasado desde el otro lado
del mundo.
Desde ese pasado, un día, le
llegó la letra de aquel nieto que su amigo de todas las guerras y todas las
revoluciones fundadoras, le aseguraba que se parecía a él.
Intercambiaron cartas, ideas,
sensaciones, con una prudencia aterrada. De vez en vez, el muchacho interrum-pía
la charla epistolar y Ejad sentía una especie de desasosiego que excusaba
diciendo: “me estoy haciendo viejo y he olvidado lo inconstante que es la
juventud”.
Extrajo la fotografía del
bolsillo y observó aquellos rasgos jóvenes que en cierto modo le recordaron a
sus propios rasgos, como decía el amigo que se la había enviado desde la
Amazonia.
El muchacho llegó entre otros
muchachos parecidos a él y con su amigo que había envejecido igual que Ejad.
Ejad, entonces, volvió la
fotografía al interior del bolsillo y le dijo al teniente que lo acompañaba: Llegó
Horowitz...Trae a mi nieto.
Momentáneamente se sintió
orgulloso de haber aceptado el consejo de reconciliación y que hubiera sido su
mano la que atrajo a aquel cachorro extraviado en las tierras de todos, de
regreso a las tierras donde estaba su raza.
Avanzó seguido del teniente
hasta el grupo que desembarcaba y abrazó con efusión a Horowitz.
Luego observó a su nieto y
sonrió. Se vio a sí mismo tal y como fuera cuando tenía la edad del muchacho
ante sus ojos: un indócil producto de los márgenes que de vez en cuando
enrollaba en su cabeza una bandera.