Sólo un espacio en el que la quietud se
arrincona como un pato. Una quietud exangüe que duplica las ganas de latido y
abastece de espanto el pulso de las sienes.
El aire es parte de un mundo de tajadas.
Algo para cortar con el filo veloz de un movimiento o el sonido sin nombre de
una palabra dicha con un gesto.
Así nos movemos entre el láser de luz con
el que la madrugada nos acribilla, inmune a nosotros, resistiendo aún más que
nosotros, mientras se escuchan pájaros -que no han quedado sordos por dentro
del estruendo- sobrevolar la aurora.
Somos grises. Impávidos y trágicos
muñequitos grises que huelen a una mezcla tortuosa, indefinida, ya barro, ya burdel,
ya sudor y ya lágrima.
Somos lo que no se va a ninguna parte.
Solos y silenciosos como huérfanos de
andén, nada nos acerca a un destino con brazos.
No pensamos en nuestras cosas sagradas.
No pensamos en el amor. No pensamos más que en lo automático de ser aquello que
está solo por elección y debe mantenerse así.
La mente aguanta el código. No importa si
hubo antes. Tampoco importa el si habrá después. Porque el momento es ese. La
resistencia es esa.
Somos dentro del tiempo de la espera, un
ardid de la sombra.
(De: El ardid de la sombra)
Imagen: Firfigthers by Javier Manzano