La casa de la mujer del tarot estaba justo en la ochava de los miedos.
Quedaba ahí, en la esquina de la cansina calle de las tardes, soleadas al sesgo su pared de ladrillos y sus ventanas altas con celosías de metal, pintadas de un amarillo descascarado y sin brillo alguno.
La casa parecía un antiguo almacén del ‘900, con parapetos hacia la vereda. En ellos, a veces se sentaban las personas que esperaban el ómnibus.
La mujer del tarot vivía sola como todas las brujas.
Era pequeña, casi minúscula dentro de una magrura carcelaria, pero a mí, ella no me daba miedo como a todos. Me parecía intrigante ese aspecto de laucha que emparentaba con el mío propio, febril y diminuto como un juguete eléctrico que nadie desenchufa.
A veces me miraba con sus ojos escuálidos, cuando mi madre me mandaba a la panadería a comprarle medialunas de grasa a mi padrastro.
Concidíamos en el amplio salón separado por las estanterías de la cuadra desde la que llegaba olor a pan y la mujer del tarot siempre decía: “está el chiquito, tiene que ir a la escuela”, aunque no fuera cierto y estuviera ella antes que yo.
Pero yo iba poco a la escuela por entonces. Tenía que cuidar a tres hermanos que hoy ya no cuido más, porque la mala vida terminó con ellos antes de que pudiéramos acercarnos los unos a los otros, cuando fuimos adultos.
Iba poco a la escuela, pero seguía leyendo hasta los envoltorios de fideos y de papel higiénico, como una compulsión escapista que me permitiera un camino a alguna otra parte que no quedara dentro de mi vida.
Peleaba con los chicos de mi cuadra, porque la rabia es sorda y da combate y yo andaba en un margen de la vida, acampando en la sobras, desterrado de los helados pechos de una madre que no me amamantó.
De regreso con ella, era una cosa ahí que todo lo estorbaba: su nuevo matrimonio, su cama oliendo a hombres que resoplaban fuerte por las noches, mis medio hermanos cagados y meados de indiferencia y miedo que lloraban de un hambre que yo sabía aguantar no sé por qué.
La mujer del tarot siempre me regalaba una factura de su bolsa de papel madera.
La sacaba con un gesto mágico y circense y me la daba “para el recreo”.
Tenía ojos aguachentos y hondos, la mujer del tarot. Ojos como me imaginaba las lagunas con patos y los pozos en medio del desierto.
Yo no podía articular un gracias. No alcanzaba a decirlo, pero ella lo escuchaba con su mano en mi pelo y respondía: “de nada, es para el recreo, no te la comas antes”, como si me viera el hambre colgando de los dientes.
Un día entré a su casa porque ella me invitó.
Tenía un recibidor oscuro que olía a cera y a mueble muy antiguo. El aire parecía lo más quieto del mundo, encerrado, cautivo. Las sillas eran de cuero negro, como si todo allí estuviera ceñido a un luto interminable.
Me dio un chocolate invernal y espeso, en un tazón enorme. Un chocolate dulce y persuasivo, que napaba al revolverlo la cuchara. Devoré los bizcochos y bebí el chocolate, como si tuviera que alimentarme por dos.
—Libera al ángel negro que te habita. Libéralo...deja que abra las alas. Libera tu ángel negro.– dijo ella cuando me despidió–Deja que haga por ti, dale su espacio.
Esa noche mi padrastro abusó de mi hermana la más chica y yo lo maté de seis disparos con su propia pistola.
(De: Fotografía de Von)
Imagen: Around the street by P Stoev