—¿Por qué no
dejás de una vez ese trabajo horrible y te dedicás a escribir?.. Solamente a
escribir.
Desde la cama,
él inclina los ojos y suelta una especie de rebuzno que la almohada ahoga.
Cierra los ojos encima de ese sonido desinflado y quejoso y retiene detrás de
los párpados, aún, el contorno de las piernas de ella, a contraluz sobre el
atardecer.
La escucha por
la habitación en la que duermen juntos dos veces por semana y piensa que es
casi la regularidad de un medicamento esa costumbre de oler el uno al otro un
largo rato en que el mundo se va de donde están y quedan ellos, solamente
ellos, en una isla de sábanas.
Ni siquiera
están seguros de quererse aunque aún se desean. O de haberse querido alguna
vez, cuando empezó el deseo y esa complicidad aventurera de encontrarse en
diferentes lugares del planeta y hacer siempre lo mismo: mudarse a esa isla
repentina donde quedar desnudos y esenciales.
Son dos objetos
rotos por la vida que las manos de ambos rearman encima de una cama, como las de
los maestros jugueteros rearman muñequitos. Juegan a Barbie y Ken un rato
húmedo.
Sus vidas por el
mundo hacen cosas con ellos y él recuerda aquella tarde en Praga.
Ella le habló de
que le faltaba uno de los pechos y esperó que él huyera como algún otro hombre
con el que no durmió.
Él se quitó la
ropa como siempre y le enseñó su propia cicatriz diciendo: a mí también me
volaron la teta...la guerra hace estas cosas. Estamos empatados, ya lo ves. Si
te impresiona me dejo la camisa.
Ella se echó a
reír entre dos lágrimas.
Suena otra vez
el prit, prit, prit que llama desde el deber todavía sin cumplir.
—Bueno...Gracias
a “tu trabajo” no tengo más remedio que ir al ensayo.– dice ella y termina de
cepillar su pelo largo como un gato largo que le talla la espalda con un ala–
Si no te llamaran del trabajo...– protesta– podríamos tomarnos una
caipiroska...y después ir al Patio Bulrich a comprar algo lindo...ir a cenar.
Volver...dormir. Y mañana desayunar como dos viejitos que se quieren mucho.
El piensa que no
son viejitos ni es “mucho” lo que se quieren, pero sonríe igual.
—Te paso a
buscar por el teatro.– concede, condescendiente con aquella caricia que ella ha
expresado igual a un deseo quieto de un poquito de paz, hablando, sin tocarlo más
que con la voz y su poder de entrega.
—¿Me llevás? Así
no saco el auto...–ronronea ella y le tiende la trampa que chispea en sus ojos
de pájara indomable. Le cierra el camino a las excusas de “no pude ir”, con su
elegancia de Sofía Loren adelgazada y triste, porque como le dicen a ella sus
dos amigos gay: “el bandido es muy cuida”.
Él se deja
entrampar, haciendo un gesto de muchacho maldito que ha cedido.
Son sin embargo,
ambos, seres migratorios, como las golondrinas.
(De: Novelas robadas sin terminar)