Un bicho vertical, ahí sentado, que huele a orina seca en los calzones y a paspadura llagada entre los pliegues de animal faenado.
Una roña satírica, que intenta hacerse linda mientras hiede a sudor, como una ropa rancia amontonada en un rincón con mierda.
Nos miramos como cosas difusas, puteándonos los ojos con el gesto de entornar la mirada y tasar si ese que está ahí es socio o enemigo.
¿Por qué me gusta hacer estas chanchadas?
Supongo que porque las sé hacer y no me queda un puto solo resto de bien en algún lado, entonces me asomo a mi justicia como un fumigador encuentra un nido repleto de alacranes. Simplemente fumigo, con cara de fumigador que dio con el nido de alacranes del que habló la vecina.
Hay un silencio sólido en ese cabarute mala muerte, de putas falopeadas y cortinas de hule, que regentea el cerdo que me mira, con su boca de cerdo que ordena a sus cerditas jugar la carta bien.
Pero no hay cartas en la mesa que rula. Solamente ese póker de miradas que se estudian en una especie de confusión agria de “algo no está bien y no sé qué”.
Le importan pocas cosas.
Cuando se seca las manos, piensa que nadie le pasó lejía a esa letrina en mucho tiempo y por eso está toda cementada de una pasta dura, ocre meada.
El cuerpo es eso. Un cuerpo.
Está ahí, en actitud de vomitar el fondo de su estómago, despatarrado al pie de la letrina y casi aferrado a ella.
Cosa opulenta y fofa, que ocupa prácticamente todo el espacio promiscuo del retrete y lo tiene a él, arrinconado contra una pared, en un ángulo pequeño, oloriento y repleto de zumbidos de mosca.
Le costó extraer la cabeza porcina de adentro del agujero, pero cuando se enoja, tiene una fuerza extraña, como una voluntad.
—Esto es por el Sapito y por Maguila.– dice, antes de salir sin mirar más que la desconchada puerta que su mano ha empujado hacia el sol.
Pero no mira el sol. Mira los vómitos.
Hay vómitos alrededor, por donde anda con un paso tranquilo de “a rey muerto, rey puesto”.
—Saquen a las chichis antes que venga alguien– le dice a alguna gente que lo mira como a un elemento funerario.
Los que lo miran se ponen diligentes y un tímido desfile de cadáveres vuelve muy dark el fondo de la tarde.
Ellas andan a tientas, dolorosas, inexpresivas, putas, como garzas sin alas, recogiendo pedazos de un aire en el que se disgregan.
Él las mira pasar mientras las cargan en una Trafic blanca, como un montón de vacas desgarbadas y transparentes, que suben al camión del frigorífico.
Cierra los ojos y el fuego, a su espalda, se levanta al cielo.
Y todo se termina cuando los vehículos se van, tragados por la espesa polvareda.
Mientras bebo del pico de la Gatorade alguien me pregunta por qué no agarré eso que me ofreció.
—Por esa cantidad, todos venderían a su madre.
Yo no contesto y muerdo el sándwich de mortadela y queso porque ninguna de esas cosas se contesta.
—Soy húerfano.– murmuro.
(De: Del trabajo de a-gente y otras leyendas urbanas)
Imagen: House of the past by T. Balasz