Hoy me desperté huérfano. Un huérfano de arena desleída que se va disgregando de costumbres solas en esta humedad sobre la almohada y me dije: No voy a escribirte ni a escribirme. No esta vez. No en este febrero. No voy a repetirte en los rincones de apuñalar mi calma ni voy a llevarme alguna prenda tuya a la nariz, por ver si estás presente en los largos fantasmas del aroma.
No voy a hacerlo porque sigo enojado con tu nombre.
No voy a hacerlo, porque sigo furioso con tus palomas volátiles y tus circunvoluciones a la Tierra y tus llantos estériles y tus megalomanías de apoteosis griegas.
No voy a escribirte porque todavía me siento traicionado como nunca me traicionó nadie y más de lo que pudiera traicionarme yo mismo.
En este 18 de febrero, me voy a reír de cuantas tonterías se me ocurran para cubrir con ellas tus restos por mis cosas y no voy a ir a la misa que lleve a vos aunque el Gordo me cague el teléfono a mensajes y me curta la casilla a mails diciéndome que soy un mal hermano porque yo no voy a tus misas sin que me quiera morir un rato antes porque no estás conmigo y yo si estoy conmigo, con el alma cada vez más flaca, igual que un perro flaco que espera por un dueño que se olvidó de él.
Ya me ves. Estoy todavía como me dejaste acá, abandonado a mi merced y triste, tanto, que no me queda ninguna tristeza por probar, ni siquiera la que me llevabas de ventaja. Ahora a mí también me mataron un hijo y no estuvo tu hombro para que yo llorara. Hasta para eso me dejaste solo.
Así que no voy a escribir nada sobre vos ni para vos, porque estoy rabioso de dolor y ciego como la oscuridad. Siempre estoy rabioso de dolor cuando te pienso, pero lo disimulo como un duque. Hasta eso aprendí. A salir adelante sin nombrarte, porque ya no me sos en las vértebras más que un sordo dolor invalidante y no hago la apología de mis mutilaciones, ni siquiera en tu oído.
Igual lo conseguiste, Pichón. El rudo de los dos está llorando.