Apendicitis crónicas (las páginas colgantes)

TEORÍA DE LA PROSA - IRRESPONSABILIDAD DEL VERSO - IMAGINACIÓN DEL ENSAYO - INCERTIDUMBRE DE LA REFLEXIÓN

Punto de mira



Piensa, mientras regresan trayendo los muertos a hombros por la piedra, que la devastación le ocupa sus lugares rotos.

La devastación es el anfitrión de sus eclipses. Se acomoda en sus sombras con su gesto de sombra ungida con todos los poderes del silencio.Sabe que él no le hace falta. Sabe que es su costumbre para no dormir sola en esos inviernos interminables, mientras, como una gota de frío, se acurruca en su propia redondez humedeciendo de tacto las aristas de los hombres.

Él ya no es dramático si alguna vez lo fue. Los dramas le enseñaron a ser parco de asco y a ser parco de amor; nadar en una yuxtapuesta indiferencia a contraluz de la fama y de la gloria, hacia la oscuridad de su consigo; dejarse a la deriva de las músicas que escucha solamente él, porque las músicas son recuerdos sonoros de tantas cosas que han enmudecido y se enmohecen en su estado de ser.

Piensa en esa falta de catástrofes como en su gran catástrofe. Ya no le asusta ni siquiera que no lo asuste nada y ha perdido hasta la codicia de sorpresa. No le causa sorpresa que no lo asuste nada de toda esa devastación incalculable.

La soledad metódica es un vicio de todos por allí.

Alza los ojos al espacio grávido e inconmensurable de aquellas montañas pero no siente el cielo.

Como ellos regresaban con los muertos, desde el valle, los niños regresaban con las cabras.


(De: Ius soli)


Imagen: Album de la tropa 


Fisura



En el empalidecido orden de las cosas, tuvo la exacta conciencia de que las estanterías revueltas eran un claro síntoma de enfermedad.
Las estanterías y el dolor de cabeza, pero por sobre todo las estanterías, de las que había derribado el orden buscando sin precisión las notas viejas y luego, apresurado por el efecto anárquico, vuelto a colocar todo en un acomodo paliativo, sobrepuesto, impostado; desordenado, en resumen.
Porque el orden tiene un orden, pensó y corrigió al instante: “Porque mi orden tiene un orden, una estaticidad y una especie de estética que conserva un plano de colores en los que el rojo no resalta excepto en aquel anaquel que señala: aquí va el rojo sangre, el rojo carne, el rojo hierro al rojo. Un orden elitista y prioritario, que ayuda a conservar la mente simple y no la desafía con complejidades en las que se mezcle el rojo sangre con el oscuro diapasón del vino”.
Imaginar el desorden no es lo mismo que desordenar. Imaginar el desorden no es lo mismo que espiar en la habitación de las cosas guardadas y saberlas con la ajenidad de quien, desde afuera, puede leer los títulos pero no rozar los lomos ni abrir los libros para percibir el aroma o el color apastelado de las páginas que se tornan lentamente sepias.
“No debí revolver, mostrar es malo. No tiene para qué, tiene porqué y el porqué es eso que uno no desea saber”, meditó. “No debí mostrar mi colección de lágrimas sencillamente porque yo no lloro ¿quién puede creer que guarde las que lloré algún día, como todos?”
Apagó con un gesto de la mente a Levon Minassian

y cerró la puerta.






(De: Psicoámbitos)
Imagen:Home sweet home by Obo

De las cartas cerradas y otras incoherencias (toma XII)


Ductilidad del ruego


Cojeabas por tu lado de llorar
(Luis Alberto Crespo)


Esa perseverancia dócil en antiguos rituales te hace igual que un hogar.

Yo, que no sé de hogares y ando de cueva en cueva escapando de mí, mordiéndome la sombra en las paredes y las manos tiznadas con todos los silencios de los que es capaz mi lengua amarga, camino en tu jardín involuntario.


Hay estatuas de piedra, fuentes, árboles, muchos bancos vacíos con pequeños fantasmas sentados que no escapan.


Nieva en tu rosedal de fotos viejas colgando en los rincones de la amplia galería por la que un río de hojas rasga, como un borde con alas, los oídos.


Tiembla en tu rosedal la impertinencia de mis ojos secos que no encuentran la lágrima con qué mojar tu espacio. Porque yo me he quedado sin lágrimas de miedo y tengo un dolor parco y retorcido como una higuera adusta.


Plántame en la mitad del rododendro como a un viejo castaño en el otoño.


Viajo a pie por la pena igual que un niño y a veces, antes del sol, me acurruco a tus pies como un mendigo que encontró un soportal para hacer noche.


No pìdo primavera. Solo riego.


(De: Poiesis)



Imagen: The arm by Recep Gulec




Historias hechas con pájaros



Esa presencia larga de tu nombre
como un recorte vasto y amarillo
rueda en mi corazón como tus aves
en los antiguos cielos de tormenta
y barcos sin orillas
imposibles.

Tanta tu libertad.
Tanta mi cárcel.

Siempre entre los derrumbes eras una flor blanca
ágil flor blanca
toda de incandescencia.

Y yo esa sed amarga
bebedora de pétalos de piedra
absorto en mi costumbre sin espacios.

Toda de fruta y alma, toda esencia,
un hada guerrillera entre las uvas,
tu corazón de aroma
repoblaba las casas sin sus muertos.

Mi vuelo estaba a pie por ese entonces
y en tu voz, los relojes del silencio.

Cazaba por las noches tu frescura
para untarme la piel con plumas blancas.

Vivimos un amor fantasmagórico
como una alegoría sin países.

A veces pienso en vos cuando me muero.

Viraje (Kivu Norte)


11.-

“Be happy, be happy”, insiste Kangaroo después de un rato, “los nabongo están...” duda un instante y por fin “¡over there!”  y estira su brazo largo como una brújula verde que siempre señala el sentido contrario a la migración humana al costado de la cual manchamos también siempre en sentido contrario, como si fuéramos ríos contrapuestos obligados a marchar uno contra otro.

Van Zandwegge explica a los desesperados que “nous allons à la ville” y lo repite como “allons enfants de la patrie”, con la misma entonación y casi a gritos, mientras el corresponsal filma “como un poseso” diría una mujer en otro mundo, entre chuchos de malaria  –“malaria”, le dijo Spíndola, “é malato il paparazzi”– ese brazo colorido por el que la humanidad se desangra, “y pretende el Pulitzer, como el comandante en alguna otra guerra”, comentan Engel y Van Zandwegge haciendo gestos.

Se escuchan detonaciones, otra vez.





12.-

Día 5

Spíndola le apunta a la nuca y Van Zandwegge está arrodillado, inclinado, casi echado sobre el suelo para mirar el rostro del mai-mai que intenta dibujar sobre la tierra con la mano del brazo que le piso, un mapa en un infierno.

“Así no se puede”, protesta Huarkaya.

“Cinco que vuelvan con las mujeres y los mancos”.

Todos me miran.

“¿Qué me miran? Ahora, dije, ahora”.

“Obama is the new president from the United States of América”.

Holowitz nos muestra su teléfono móvil con la noticia, battery’s low, “puto mundo, un negro presidente en un país de blancos y cinco millones de negros muertos en un país de negros. Todo al revés, siempre.”

 Riera y Kangaroo vuelven y se deja de escuchar el pac...pac...pac...de los tiros de gracia.

El camión ratea un instante mientras Higa y Goldberg terminan de acomodar en la caja los sobrevivientes.

“Nosotros no integramos una misión humanitaria” sigue gruñendo Goldberg.

“¿Pero estamos aquí, o no? lo enfrento y nos miramos en una sudorosa pugna verde.

“Tranquilos, tranquilos. Nosotros vamos a llevarlos hasta un hospital”  susurra entre dientes Higa sobre los cuerpos casi apilados de los sobrevivientes.

“Ustedes...Butter, Riera”, ordeno.

“A mí no me mires” se ataja Goldberg.

“Goldberg, Huarkaya, con Higa”, ordeno.

 “Maldición”

“¿Algún problema?”

Dejo de mirar el mapa que terminó de dibujar el mai-mai para mirar a Goldberg.

“No es una buena idea”, replica Goldberg.

“Pero es la orden que di. Así que moviendo el culo...ya.”

Le señalo el vehículo con el fusil y ellos se van igual que los fantasmas de los muertos.

Desde la jungla regresan cuatro niños.







13.-


Casi chocamos con la Cruz Roja bajo el agua.

Les traspasamos los niños.

Llueve. No para de llover. Todo es tan verde, tan monumentalmente verde y perfumado, caliente.

Son tres italianos, quedaron separados de un convoy, perdidos, “tutti siamo perdutti”, los consuela Spíndola.

Se escuchan solamente detonaciones esporádicas, llueve, llueve, y el cielo es una confusión de pájaros que van y vuelven sin encontrar sus árboles.

“Per il pronto socorsso”, dice Spíndola  traspasándoles los niños y les señala la aldea arrasada.

Sobre el barro va haciéndoles un mapa a trazos toscos que los guíe a encontrar el camión de los sobrevivientes.

“Noi siamo delle sforze speziale per gli bambini”, da una explicación de rutina que se pierde en el fuego cruzado, igual que los de la Cruz Roja, los pájaros, los días de vida, hasta que desaparecen todos los supuestos en la confusión de disparos en que estamos envueltos durante diez minutos...y regresa el silencio.


 (De: Viraje - Kivu Norte, tercera guerra del Congo- ed. 2009)

No mato mensajeros


La bestia parda arrima, cautelosa,
su zarpa en la penumbra de la gruta.

-Hay sonidos al fondo de su instinto-.

Suena un tambor en guerra y baldaquines
y el murmullo veloz de cortesanos
en su baile de máscaras.

La bestia parda observa
los diferentes bandos
clavados en la plaza con clavitos de oro que aún brillan
sin remachar y sin enmohecerse.
Es que aún no ha llovido la limosna,
solo el circo y el pan.

La bestia parda lee. Sabe leer y lee
los bandos uno a uno
con sus ojos de bestia demolida
en el austero acto de ser bestia.

Lee sin incredulidad, sin esperanza,
sin arrojo, sin furia, sin deseo.
Lee lo que está escrito y huele el aire:
Amenaza tormenta. No hay cobijo.

No mata al mensajero.
Sigue viaje

Resolución de silencio



Mi tercera mujer tenía un aire a Uma Thurman, pensó y mordió el contorno obeso del pan produciendo una hemorragia de mayonesa Hellmans que le chorreó entre los dedos por la mano.

Carajo con la mayonesa, gruñó mientras lamía –con una larga lengua de lagarto, pensó– el derrame, distrayéndose en eso, dejando la lectura minuciosa que hacía de tanto pormenor codificado.

Un aire a Uma Thurman, así, flaca, rubia, lavada, con esos ojos de huérfano con hambre y esa nariz de pajarito tieso que no aprendió a piar. Un aire a Uma Thurman, siguió lamiendo el descenso amarillo y cremoso que se infiltraba casi entre los pelos de la muñeca aplastados por la malla del reloj, equilibrando los papeles para no mancharlos con esa grasitud sedosa y clara.

Dejó los papeles y se dedicó exclusivamente a lamer la mayonesa encima de la piel y de los costados del pan y del queso que también chorreaba la filtración exagerada. Lamer como un hecho instintivo, sanador, igual que el de chuparse las heridas que sangran o sacudir violentamente una mano achicharrada por una quemadura.

Los hechos instintivos, que deciden muchísimas fracciones de la vida cuando el instinto manda y uno lo obedece, casi por encanto. Como ahora, que leía lo intuìdo, lo aseverado desde el retumbar de la corazonada como si Dios hablara y proveyera. Mas no sintió placer. El descubrimiento de una verdad sellada no le produjo goce. Sólo un reflujo ácido de pan y mayonesa, que le quedó oscilando en las papilas, hasta que escupió un resto de esa pasta de muertos olvidados y se lavó la boca, chupando directamente el agua desde el grifo del lavabo.

Mayonesa de mierda, renegó y secándose las manos ya lavadas regresó a los papeles y sus códigos, como Pilatos.


(De: Hamartía - ed 2012)


Imagen:light painting by Wolf Hunte


Las zonas inexactas




Un pálido animal que fornica conmigo, prendido de mis genitales y mis ojos, me envuelve con su pelo nocturno y en sus brazos.

El piso está mojado debajo de mi espalda.

El cemento es caliente, aún en esta hora aguachenta donde ese pubis víctima forma un vellón sumerso que danza y se contrae con dulzura marina.

Carne hembra alunada, incandescencia pálida con vocación secreta de llama de candela que va encendiendo el aire con aliento y saliva, es la sombra de una medusa impulsándose en la oscuridad, perfil y transparencia del gemido, ola del aire, asfixia de angostura.

El sudor le corona las crines aromáticas y su lengua de ángel derrama por mi lengua gotitas de pecado que se mezclan como un masala tenso hecho todo de sorbos.

Todos sus dientes hembras me mastican y las uñas rasuran la resistencia jadeante de mi pecho.

Hoy, este es mi glorioso juguete, mezcla ambarina de gata y pez violento, ágil y metafísica como una aparición a la que pulso y suena con voz rota, una vez y otra vez y hasta que quiera escucharla en su sonido de felicidad agria.

 Bajo toda la noche, tendido en el fondo caluroso del cielo y boca arriba, fornico sin sonidos que delaten la pálida memoria del presente.

Esta mujer y yo, somos dos espejismos que se gozan.


(De: Zonas inexactas - ed. 2013)


Gatos de nadie


Abrió los ojos sin quitar la cabeza de sobre los brazos cruzados debajo, a guisa de incómoda almohada.

Eso lo despertó. Estar incómodo.

Desarmado boca abajo en una cama que a pesar de la revolcada infernal seguía oliendo a limpio –como si no pudiera contaminarse ni con sudor ni con semen ni con llanto – se dedicó a reconocer el terreno.



Al llegar, solamente le había pegado una ojeada, para saber por donde tenía que desaparecer en el caso de que surgieran problemas aledaños al que ya venia con él y que lo había llevado como compañero hasta su propia cueva.

Problema de cabello rojizo, torrencialmente invasivo como el sol, que formaba mares en el aire con cada movimiento que la mano le imprimía, histéricamente, para que dejara de caer sobre el rostro mientras su dueña vomitaba los litros de alcohol que su estómago se negaba a aceptar.

Marian Dos Pasos Carbe era una especie de muñeca que se desarticulaba entre el llanto y la arcada, medio desmayada, mojándose con lágrimas, vómitos y moco, mientras intentaba hacerle creer a su ocasional compañero en una dignidad que había perdido antes de ese momento.

Lucharon un rato con la contingencia, hasta que él consiguió encontrar la puerta del baño.

Marian le relataba montones de tragedias juntas que no se entendían, porque tenía la lengua demasiado empastada y el cerebro demasiado lento.

El hombre junto a ella supo que eran tragedias, por la forma en que las lloraba abrazada a él, ese extraño casual que decidió le hiciera de compañero a su rato de angustia.

El departamento al que arribaron después de la olvidable escena de trompadas en el restaurante, donde Freddy llevó la parte más desairada y patética, era de los caros, arreglado con gusto de mujer confortable.

Olía a demasiado limpio, por lo que el hombre infirió que había sirvienta. Que esta mina no era de las que limpian histéricamente pero que sí hacen limpiar a la empleada de ese modo, ya se lo habían dicho sus manos de manicura aferradas a la chomba como dos incipientes garritas de lechuza que ha prendido la presa correcta.

Marian Dos Pasos Carbe, mientras vomitaba el apellido y un largo abolengo nobiliario, seguía sollozando con la cabeza hundida dentro del inodoro y los incómodos pelos rojizos sobre los que caía el sol desde el amplio ventanal del baño, untándose de clorhídrico.

Un hombre no dice nada en esas circunstancias. Se limita a asistir como un valet inglés bien entrenado.

Así que ese que estaba ahí como coprotagonista de la escena recogió con sus manos esa mata viva y casi fluorescente, para que dejara de contaminarse.

Ella giró un poco sus ojos verdes, lánguidos hasta el atardecer y lo miró con una delicadeza absolutamente impropia del momento que protagonizaban ambos. 

– Te ensucié toda la ropa.– murmuró, apenadísima, mientras luchaba por regresar el eje al equilibrio y mantenerse erguida, cosa poco probable, ya que se iba para un lado y para el otro, como una robotita descompuesta.

– Mejor te duchás, mamita.– sugirió él.

Ella se miró y después al hombre que el espejo reflejaba a su lado. Confusa, dijo que si con la cabeza, como una criatura.

Él ya había abierto la ducha y medía la temperatura del agua para que estuviera fría y consiguiera despejar un poco el cerebro y los poros de su ocasional compañera, cuando ella se despojó de toda la ropa y apareció en aquel ambiente con mezcla de clorhídrico y flores, como una nereida blanquísima y temblorosa, con cabello de algas rojas.

Él la ayudó a traspasar la altura de la bañera y la sentó en el fondo, debajo del agua, que formaba finísimas películas brillantes sobre todo aquel cuerpo.

No le preguntó si quería café.

La dejó ahí, estacionada bajo la lluvia y peregrinó por todo el piso, balcón a la calle, seguridad en la entrada, hasta dar con la cocina.

Encontró además botellas, petaquitas, porros, hasta raviolitos muy bien escondidos en el tarro del azúcar – las minas y su manía de guardar las cosas sagradas en los tarros de la cocina (blanca va con blanco) – hasta que pudo regresar con el café.

Cafetera eléctrica. Un ventanal gigante. Cortinitas con volados. Heladera con freezer y dispenser. Detalles por todos los rincones a donde él desviaba los ojos.

Confirmó entonces que aquella era una mina de dinero y aquel no era precisamente su departamento conyugal, si entre las hipótesis de quién era el desgraciado compañero al que su mano entrenada en los combates había dejado, valga la redundancia, fuera de combate con un solo puñetazo, acertara a la de que el tipo de la piña era el marido, o el que fuera que momentáneamente le hacía de algo de eso.

¿Y para qué tanta guita? ¿Para terminar vomitando por todas partes asistida por un desconocido que se trajo por el camino y del que ni siquiera había preguntado el nombre? reflexionó el hombre mientras regresaba al baño con una taza de café.

Marian Dos Pasos Carbe seguía ahí, en el fondo de la bañera, pálida, transparente casi, embadurnada de cabellos y de un poco del verde líquido de sus ojos.

Él le ofreció la taza y la mujer bajo el agua lo observó  como si fuera ella la que no estaba ahí. No él.

– Sos más lindo que de lejos.– murmuró y él por algo intuyó que no se refería exactamente a su cara.

Ella bebió despacio, húmeda como un espejo.

– Pensé que no existía Don Quijote.– volvió a susurrar.







Ella no advirtió que él había despertado y la miraba revisarle la billetera, analizando las cuarenta credenciales y los dos roñosos pesos que habitaban aquel interior de cuero manoseado.

Había separado prolijamente las tarjetas de crédito, el DNI, las credenciales, el dinero y los preservativos.

A él le causó gracia el detalle de aquella división de sus pertenencias ya que borracha no le había parecido ni ordenada ni capaz de ordenar algo.

– ¿Querés ver si voté en la última elección?– preguntó desde las sábanas.

Marian Dos Pasos Carbe se sobresaltó y no supo qué decir.

Como no era la primera vez que a él le sucedía encontrar aquella curiosidad en una mujer con la que hubiera tenido sexo sin conocerle ni el nombre, no generó un escándalo frente a la invasión de sus cosas.

Pensaba desde siempre que “las minas son cositas curiosas cuando no nos entienden y tratan de descifrarnos con lo que encuentran a mano”.

Como ella vio que le perdonaba el desliz, levantó una de las credenciales y se la enseñó.

– Nunca vi una de estas.– dijo – Así que en el fondo, si sos un quijote...– leyó en voz alta – Fuerzas de Paz de la Cancillería...¿Qué es una fuerza de paz? Fuerza de paz, suena contradictorio.

– Lo es.– contestó él a su vez.

– ¿Te dije que me llamo Marian? – preguntó ella, señalando el nombre en la credencial, con un dedo.

– Me enteré...– ironizó él, recordando la escena del restaurante como un sketch de grotesco.

– Hola, Roque. Es un placer conocerte.

Él se rió, porque nadie lo llamaba nunca por su primer nombre y ella, perdonada, regresó a la cama y se puso a contar en el cuerpo de él las cicatrices.

(De: Zonas inexactas)

Imagen: it felt like breathing under water by junkersphoto - house of dolls by  Alisin Wonder

La piel en la montaña





En esa serenidad rústica nos volvíamos antiguos como amuletos. Algo nos había transformado en domésticos, adaptables y plásticos ante las inclemencias, lejanos a los truenos y a las rutas de hormigas sobre el banco de piedra un jardín en las afueras de una ciudad vacía.

No esperábamos nada. Estábamos ahí, sencillamente, como perros tostados que se ocupan de bostezar al sol convencidos de que ciertas cosas nunca llegan.

Solos.

En esa precariedad descomunal, a veces, nos ocurría la presencia de un niño.

Llegaba hasta nosotros como un soplo y nos observaba como a seres de zoológico. Luego se iba. Regresaba un buen rato después con otro niño y se detenían ambos a mirarnos. Nosotros seguíamos allí, en la jaula de nosotros mismos, dejando discurrir la soledad sobre aquella intemperie desorientada y trágica en la que trabajábamos con vocación de ruinas.

Al fin, aprendimos a jugar con los niños. Nos devolvieron un trozo de la curiosidad y un pedazo mordido de alegría que nos alimentó durante meses.

Los hombres eran duros como nosotros, pero como nosotros, en el fondo, parecían, ellos también, niños.


Imagen: Kurdas


Viraje - Kivu Norte


8.-

“Deciiiiiiiiiiiiiiiime ¿qué fue lo que dijiste?”  y le aprieto la cabeza detrás del vehículo mientras Goldberg se restriega el rozón que le voló la insignia del bíceps y la monja trata de vendarle la mancha de sangre que baja del brazo al antebrazo.

“Te pasa por ir tomando el fresco”, gruñe Huarkaya.

A mí me preocupan otros temas.

El camión resiste, cubriendo tanta gente detrás, el arreciar de una metralla sostenida hasta que Higa acierta con el lanzagranadas sobre el blanco y el silencio regresa hacia el verde, los pájaros y la fina llovizna que moja el polvo, los atados de mudanza, el hambre, el miedo, y tantas otras nadas acumuladas ahí, en el centro mortal de los espantos.

“¡Explicamelo ahora!”

“Después”, “ahora”, “después”, “ahora”.

“Dejen de discutir ustedes dos" ordena Holowitz "Iala, iala”

Nunca se abandonan las armas del enemigo muerto porque eso siempre se vuelve en contra por aquí, “iala, iala”.

En medio del silencio lleno de llantos de niños que siguen sin acostumbrarse a los disparos, Freak gruñe, todos gruñen, “lo que nos faltaría es matarlos”, dice por fin Goldberg "los kadogos son todos iguales, como los chinos" 

Higa lo empuja con la culata de su fusil. "Tú eres japonés, no rujas" se defiende Goldberg y Freak repite "si, matarlos, matarlos nosotros, eso nos falta en esta fuck mision".

 “Callate Freak”, el vehículo arranca y sigue.

Nosotros cuatro quedamos a pie relevando el objetivo que ya no nos dispara.

Freak revisa, “Mierda, te lo dije”

“¡Oh my g...im himmel!”, comparten frase el Butter Jhonston y Engel, detenidos como estatuas musgosas en un camuflaje de lluvia y verde, mientras bajan las armas y Freak escupe un pedazo de diablo entre los matorrales.

“Hurry, hurry”, grita la voz de Holowitz desde el camino por donde vamos en sentido opuesto a los que se van a pie, escapando del núcleo de conflicto.

“Muévanse, muévanse”.

Ellos no se acercan, ni los que van allí ni los que se van de allí.

Freak y yo avanzamos dos pasos más, “vamos, vamos, iala, iala”.

Engel alza las armas.

“No hay nada aquí. Todos están muertos, todos”, recuenta el Butter, “todo está limpio”, me repite, mientras levanta otras armas.

“No hay nada. No hay nada por aquí”.

Yo levanto en brazos el cuerpo quieto con el que tropecé.

“Iala, iala”, apura alguien mientras regresamos al camino.

“No sé si sobreviva. No sé siquiera si llegamos al Bosco...”, me susurra Freak y corre para detener el vehículo. Acomodo al kadogo entre las monjas.

Goldberg pone cara de idiota. "¿No está muerto? Apunta mejor la próxima" le recrimina a Higa.





9.-


Día 4.

“No tengo nada que explicar. Tu deber es comandar, el mío conseguir acciones”, se desentendió, entre el polvo y la incertidumbre, el barro, los que corren, los que disparan, los que mueren, los que disparan, los que gritan, los que huyen, los que disparan, los que mueren, los lloran, los que gritan, los que miran, los que matan.

Las monjas todavía no saben que hacer con la mujer.

“Tenemos que llevarla al Panzi”, insiste Virginia, un robotito programado según Freak, porque es el único nombre que aprendió de memoria y no tiene puta idea de ninguna distancia ni de ninguna otra cosa.

“Son antropófagos”, bromea Riera, que corrió con Higa a levantar el cuerpo cuando Engel les dijo que se movía en medio del charco de sangre y que no le quería pasar por encima, “a esa mujer ahí tirada” y la señaló tirada ahí, despedazada en el medio del camino, sin morirse antes y sin morirse ahora, entre las monjas y junto al kadogo.

“No te preocupes”, me susurra Holowitz, “ciento diecinueve habrá ahora, es casi lo mismo que ciento veinte”.






10.-

El Águila nos recomendó. Su grupo no se encarga de este tipo de operaciones tan “humanitarias” le dijo a Holowitz cuando hicieron contacto por primera vez y además, están ocupados con un contrato más largo, así que no puede desviar gente para ir a buscar 120 niños que alguien se hurtó de un programa de investigaciones

“¿Qué programa? ¿de qué investigaciones?”

Por eso deben ser esos y no cualquiera.

Huarkaya sigue protestando contra los cigarrillos mientras Goldberg, sentado entre los muertos y los despedazados de la aldea, trata de que el viento no le mueva el mapa mientras evaluamos las posibilidades.

“¿Investigaciones sobre qué?”

“Si obtienen la patente, son fabulosas las ganancias... de ellos”, susurra Freak.

“¿O sea que eso es?”

Riera sigue desajustándose los cordones de los borceguíes.

“Menos mal que nos sacamos a las monjas de encima”.

“Nunca fue por los niños del cura”

Miro a Goldberg que no me mira, ladea la cabeza y se seca el sudor.

“¿Importa?.. A cambio de eso le financiaban los programas de asistencia”, interviene Holowitz, “niños, conejos de indias, ¿alguien es otra cosa en este mundo?”

Yo supongo que se refiere al mundo en el que estamos en este preciso momento.

“It’s touch and go”, me había asegurado Holowitz para convencerme, “rescatar los conejos y a otra cosa”, insiste por si se me olvidó, “así que lo más práctico para hacer contacto es lo que negoció El Águila, de otra forma no nos acerca ni Dios”.

“Ahora los conejos están perdidos igual que nosotros”, dice Butter  que regresa mientras habla, “y encima el sacerdote que nos debía esperar, se desapareció a sí mismo a través de la frontera.  Todo es muy, muy placentero, aquí.”

"Quememos los cadáveres".

Es más práctico que cavar.



(De: Viraje -Kivu Norte - Tercera guerra del Congo) ed. 2009



Participan en este sitio sólo escasas mentes amplias

Uno mismo

En tu cuarto hay un pájaro (de Pájaros de Ionit)

Un video de Mirella Santoro

SER ISRAELÍ ES UN ORGULLO, JAMÁS UNA VERGÜENZA

Sencillamente saber lo que se es. Sencillamente saber lo que se hace. A pesar del mundo, saber lo que se es y saber lo que se hace, en el orgullo del silencio.

Valor de la palabra

Hombres dignos se buscan. Por favor, dar un paso adelante.

No a mi costado. En mí.

Poema de Morgana de Palacios - Videomontaje de Isabel Reyes

Historia viva - ¿Tanto van a chillar por un spot publicitario?

Las Malvinas fueron, son y serán argentinas mientras haya un argentino para nombrarlas.
El hundimiento del buque escuela Crucero Ara General Belgrano, fue un crimen de guerra que aún continúa sin condena.

Porque la buena amistad también es amor.

Asombro de lo sombrío

Memoria AMIA

Sólo el amor - Silvio Rodríguez

Aves migrantes

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Feria del Libro de Jerusalem - 2013

Feria del Libro de Jerusalem - 2013
Café literario - Centro de convenciones de Jerusalem

Acto de fe

Necesito perdonar a los que te odiaron y ofendieron a vos. Ya cargo demasiado odio contra los que dijeron que me amaban a mí.

Irse muriendo (lástima que el reportaje sea de Víctor Hugo Morales)

Hubo algo de eso de quedarse petrificado, cuando vi este video. Así, petrificado como en las películas en las que el protagonista se mira al espejo y aparece otro, que también es él o un calco de él o él es ese otro al que mira y lo mira, en un espejo que no tiene vueltas. Y realmente me agarré tal trauma de verme ahí a los dieciseis años, con la cara de otro que repetía lo que yo dije tal y como yo lo dije cuarenta años antes, que me superó el ataque de sollozos de esos que uno no mide. Cómo habrá sido, que mi asistente entró corriendo asustado, preguntándome si estaba teniendo un infarto. A mi edad, haber sido ese pendejo y ser este hombre, es un descubrimiento pavoroso, porque sé, fehacientemente, que morí en alguna parte del trayecto.

Poema 2



"Empapado de abejas
en el viento asediado de vacío
vivo como una rama,
y en medio de enemigos sonrientes
mis manos tejen la leyenda,
crean el mundo espléndido,
esa vela tendida."

Julio Cortázar

Mis viejos libros, cuando usaba otro seudónimo y ganaba concursos.

Mis viejos libros, cuando usaba otro seudónimo y ganaba concursos.
1a. edición - bilingüe