En el empalidecido orden de las cosas, tuvo la exacta conciencia de que
las estanterías revueltas eran un claro síntoma de enfermedad.
Las estanterías y el dolor de cabeza, pero por sobre todo las
estanterías, de las que había derribado el orden buscando sin precisión las
notas viejas y luego, apresurado por el efecto anárquico, vuelto a colocar todo
en un acomodo paliativo, sobrepuesto, impostado; desordenado, en resumen.
Porque el orden tiene un orden, pensó y corrigió al instante: “Porque mi
orden tiene un orden, una estaticidad y una especie de estética que conserva un
plano de colores en los que el rojo no resalta excepto en aquel anaquel que
señala: aquí va el rojo sangre, el rojo carne, el rojo hierro al rojo. Un orden
elitista y prioritario, que ayuda a conservar la mente simple y no la desafía
con complejidades en las que se mezcle el rojo sangre con el oscuro diapasón
del vino”.
Imaginar el desorden no es lo mismo que desordenar. Imaginar el desorden
no es lo mismo que espiar en la habitación de las cosas guardadas y saberlas
con la ajenidad de quien, desde afuera, puede leer los títulos pero no rozar
los lomos ni abrir los libros para percibir el aroma o el color apastelado de
las páginas que se tornan lentamente sepias.
“No debí revolver, mostrar es malo. No tiene para qué, tiene porqué y el
porqué es eso que uno no desea saber”, meditó. “No debí mostrar mi colección de
lágrimas sencillamente porque yo no lloro ¿quién puede creer que guarde las que
lloré algún día, como todos?”
Apagó con un gesto de la mente a Levon Minassian
y cerró la puerta.
(De: Psicoámbitos)
Imagen:Home sweet home by Obo