Abrió los ojos
sin quitar la cabeza de sobre los brazos cruzados debajo, a guisa de incómoda almohada.
Eso lo
despertó. Estar incómodo.
Desarmado boca
abajo en una cama que a pesar de la revolcada infernal seguía oliendo a limpio –como
si no pudiera contaminarse ni con sudor ni con semen ni con llanto – se dedicó
a reconocer el terreno.
Al llegar,
solamente le había pegado una ojeada, para saber por donde tenía que desaparecer
en el caso de que surgieran problemas aledaños al que ya venia con él y que lo
había llevado como compañero hasta su propia cueva.
Problema de cabello
rojizo, torrencialmente invasivo como el sol, que formaba mares en el aire con
cada movimiento que la mano le imprimía, histéricamente, para que dejara de
caer sobre el rostro mientras su dueña vomitaba los litros de alcohol que su
estómago se negaba a aceptar.
Marian Dos
Pasos Carbe era una especie de muñeca que se desarticulaba entre el llanto y la
arcada, medio desmayada, mojándose con lágrimas, vómitos y moco, mientras
intentaba hacerle creer a su ocasional compañero en una dignidad que había perdido
antes de ese momento.
Lucharon un
rato con la contingencia, hasta que él consiguió encontrar la puerta del baño.
Marian le relataba
montones de tragedias juntas que no se entendían, porque tenía la lengua demasiado
empastada y el cerebro demasiado lento.
El hombre
junto a ella supo que eran tragedias, por la forma en que las lloraba abrazada
a él, ese extraño casual que decidió le hiciera de compañero a su rato de
angustia.
El departamento
al que arribaron después de la olvidable escena de trompadas en el restaurante,
donde Freddy llevó la parte más desairada y patética, era de los caros,
arreglado con gusto de mujer confortable.
Olía a
demasiado limpio, por lo que el hombre infirió que había sirvienta. Que esta
mina no era de las que limpian histéricamente pero que sí hacen limpiar a la
empleada de ese modo, ya se lo habían dicho sus manos de manicura aferradas a la
chomba como dos incipientes garritas de lechuza que ha prendido la presa
correcta.
Marian Dos
Pasos Carbe, mientras vomitaba el apellido y un largo abolengo nobiliario,
seguía sollozando con la cabeza hundida dentro del inodoro y los incómodos
pelos rojizos sobre los que caía el sol desde el amplio ventanal del baño,
untándose de clorhídrico.
Un hombre no
dice nada en esas circunstancias. Se limita a asistir como un valet inglés bien
entrenado.
Así que ese
que estaba ahí como coprotagonista de la escena recogió con sus manos esa mata
viva y casi fluorescente, para que dejara de contaminarse.
Ella giró un
poco sus ojos verdes, lánguidos hasta el atardecer y lo miró con una delicadeza
absolutamente impropia del momento que protagonizaban ambos.
– Te ensucié
toda la ropa.– murmuró, apenadísima, mientras luchaba por regresar el eje al
equilibrio y mantenerse erguida, cosa poco probable, ya que se iba para un lado
y para el otro, como una robotita descompuesta.
– Mejor te
duchás, mamita.– sugirió él.
Ella se miró y
después al hombre que el espejo reflejaba a su lado. Confusa, dijo que si con
la cabeza, como una criatura.
Él ya había
abierto la ducha y medía la temperatura del agua para que estuviera fría y consiguiera
despejar un poco el cerebro y los poros de su ocasional compañera, cuando ella
se despojó de toda la ropa y apareció en aquel ambiente con mezcla de
clorhídrico y flores, como una nereida blanquísima y temblorosa, con cabello de
algas rojas.
Él la ayudó a
traspasar la altura de la bañera y la sentó en el fondo, debajo del agua, que
formaba finísimas películas brillantes sobre todo aquel cuerpo.
No le preguntó
si quería café.
La dejó ahí,
estacionada bajo la lluvia y peregrinó por todo el piso, balcón a la calle,
seguridad en la entrada, hasta dar con la cocina.
Encontró
además botellas, petaquitas, porros, hasta raviolitos muy bien escondidos en el
tarro del azúcar – las minas y su manía de guardar las cosas sagradas en los tarros
de la cocina (blanca va con blanco) – hasta que pudo regresar con el café.
Cafetera
eléctrica. Un ventanal gigante. Cortinitas con volados. Heladera con freezer y
dispenser. Detalles por todos los rincones a donde él desviaba los ojos.
Confirmó
entonces que aquella era una mina de dinero y aquel no era precisamente su
departamento conyugal, si entre las hipótesis de quién era el desgraciado
compañero al que su mano entrenada en los combates había dejado, valga la
redundancia, fuera de combate con un solo puñetazo, acertara a la de que el
tipo de la piña era el marido, o el que fuera que momentáneamente le hacía de
algo de eso.
¿Y para qué
tanta guita? ¿Para terminar vomitando por todas partes asistida por un
desconocido que se trajo por el camino y del que ni siquiera había preguntado
el nombre? reflexionó el hombre mientras regresaba al baño con una taza de
café.
Marian Dos
Pasos Carbe seguía ahí, en el fondo de la bañera, pálida, transparente casi,
embadurnada de cabellos y de un poco del verde líquido de sus ojos.
Él le ofreció
la taza y la mujer bajo el agua lo observó como si fuera ella la que no estaba ahí. No él.
– Sos más
lindo que de lejos.– murmuró y él por algo intuyó que no se refería exactamente
a su cara.
Ella bebió
despacio, húmeda como un espejo.
Ella no
advirtió que él había despertado y la miraba revisarle la billetera, analizando
las cuarenta credenciales y los dos roñosos pesos que habitaban aquel interior
de cuero manoseado.
Había separado
prolijamente las tarjetas de crédito, el DNI, las credenciales, el dinero y los
preservativos.
A él le causó
gracia el detalle de aquella división de sus pertenencias ya que borracha no le
había parecido ni ordenada ni capaz de ordenar algo.
– ¿Querés ver
si voté en la última elección?– preguntó desde las sábanas.
Marian Dos
Pasos Carbe se sobresaltó y no supo qué decir.
Como no era la
primera vez que a él le sucedía encontrar aquella curiosidad en una mujer con
la que hubiera tenido sexo sin conocerle ni el nombre, no generó un escándalo
frente a la invasión de sus cosas.
Pensaba desde
siempre que “las minas son cositas curiosas cuando no nos entienden y tratan de
descifrarnos con lo que encuentran a mano”.
Como ella vio
que le perdonaba el desliz, levantó una de las credenciales y se la enseñó.
– Nunca vi una
de estas.– dijo – Así que en el fondo, si sos un quijote...– leyó en voz alta –
Fuerzas de Paz de la Cancillería...¿Qué es una fuerza de paz? Fuerza de paz,
suena contradictorio.
– Lo es.–
contestó él a su vez.
– ¿Te dije que
me llamo Marian? – preguntó ella, señalando el nombre en la credencial, con un
dedo.
– Me enteré...–
ironizó él, recordando la escena del restaurante como un sketch de grotesco.
– Hola, Roque.
Es un placer conocerte.
Él se rió,
porque nadie lo llamaba nunca por su primer nombre y ella, perdonada, regresó a
la cama y se puso a contar en el cuerpo de él las cicatrices.
(De: Zonas inexactas)
Imagen: it felt like breathing under water by junkersphoto - house of dolls by Alisin Wonder