En esa serenidad rústica nos volvíamos antiguos como amuletos. Algo
nos había transformado en domésticos, adaptables y plásticos ante las
inclemencias, lejanos a los truenos y a las rutas de hormigas sobre el banco de
piedra un jardín en las afueras de una ciudad vacía.
No esperábamos nada. Estábamos ahí, sencillamente, como perros
tostados que se ocupan de bostezar al sol convencidos de que ciertas cosas
nunca llegan.
Solos.
En esa precariedad descomunal, a veces, nos ocurría la presencia de
un niño.
Llegaba hasta nosotros como un soplo y nos observaba como a seres
de zoológico. Luego se iba. Regresaba un buen rato después con otro niño y se
detenían ambos a mirarnos. Nosotros seguíamos allí, en la jaula de nosotros
mismos, dejando discurrir la soledad sobre aquella intemperie desorientada y
trágica en la que trabajábamos con vocación de ruinas.
Al fin, aprendimos a jugar con los niños. Nos devolvieron un trozo
de la curiosidad y un pedazo mordido de alegría que nos alimentó durante meses.
Los hombres eran duros como nosotros, pero como nosotros, en el
fondo, parecían, ellos también, niños.
Imagen: Kurdas