Pasado el primer momento de estupor, Von evita mirar hacia el rincón donde la penumbra oculta el bulto blancuzco en una combinatoria de luces y sombras.
Echado en el rincón aquel, desde el ángulo opuesto en el que Von se ha refugiado aferrando su saco contra el rostro como si se protegiera de un estallido o de un gas venenoso, el bulto da la impresión de ser un cántaro tumbado en posición incómoda.
Es una vasija inclinada, tizosa, caliza, caída casi sobre sus tallados, que aparecen coloreados e imprecisos, entre rojizos y grises sobre un fondo de color harinoso y sucio.
Permanece como un frasco canópico, olvidada a los descubridores de tesoros.
Von, desde el ángulo contrario, desvía los ojos cuando éstos intentan buscar aquel rincón.
Podría haber sido un frasco canópico o el resto de un hombre enterrado hasta el cuello y de quien solamente queda fuera de la tierra la cabeza para que los insectos y animales la devoren.
Podría haber sido una pelota desinflada y rota o un ídolo antiguo, robado por los "mapepo" y oculto allí, en el mismo lugar donde habían ocultado a este Von que se cubre los ojos y la boca con el sabor a tierra impregnado en el saco de su traje.
Comparten el espacio, cántaro y profesor.
Comparten el aire oscuro y caluroso y el febril laborar de las hormigas que empiezan a invadir, como las moscas, el rincón y la choza.
Pero afuera se ha instaurado un silencio que antes no existía. Un silencio opresivo, sigiloso, despeñado desde el follaje sobre el claro de tierra de la aldea donde no quedan vivos que se escuchen sino esa especie de silencio vertical que poseen los pequeños cementerios.
Von se arrastra otra vez hacia el ventanuco para observar que pasa en el afuera y no ve a nadie. Los "mapepo" no están alrededor ni se oyen las únicas dos mujeres que sobrevivieron, como si el que quedara dentro del cementerio, fuera sólo ese abandonado profesor acompañado por el cántaro roto.
Von titubea sin cobardía. Sólo titubea mientras se acerca a la entrada donde siempre está el guardia y otea como puede desde uno y otro ángulo hasta que repentinamente la figura y el profesor chocan sobre la luz.
Von retrocede con un grito asonoro y mira al nuevo participante de la historia. Lo mira sin decidirse por la sorpresa o por el temor, mientras el cuerpo del guardia resbala de los brazos que antes lo sujetaban y ahora lo liberan.
Von ve caer al cuerpo como un fláccido atado de músculos vacíos y permanece allí, impávido ángel luctuoso, presenciando la escena de esa muerte como si fuera parte de sus diarias rutinas.
—Apúrese, profesor…No tenemos tiempo. Vengo a sacarlo de aquí.– murmura el homicida.
Von titubea, pero las mismas manos que acaban de quebrar el cuello del guardia, lo sujetan y lo atraen al claro y al calor para emprender el escape mientras los "mapepo" se ocupan de batir el verde buscando otros posibles salvadores que acompañaran a Kimbu en el frustrado rescate.
—Espéreme…un momento…
Von vuelve a la choza, busca el cántaro y lo sujeta con una mano. Sale a la luz del sol, nuevamente.
—No puedo irme sin él.– dice, mientras enseña la cabeza de Kimbu al hombre que lo espera y que apenas hace un gesto de asombro.
El profesor la envuelve entre los pliegues del saco, amorosamente, y la aprieta contra el pecho mientras corren hacia el interior junglar, verde y profuso.
(De: Fotografía de Von)