Apendicitis crónicas (las páginas colgantes)

TEORÍA DE LA PROSA - IRRESPONSABILIDAD DEL VERSO - IMAGINACIÓN DEL ENSAYO - INCERTIDUMBRE DE LA REFLEXIÓN

El hábito violento





—¿Nosotros tenemos un ángel de la guarda?


En la penumbra licuada del dormitorio donde se estaba obligado a hacer silencio porque el hermano Capiolli –que nos cuidaba de noche– así dijo que decía el reglamento de ese Hogar de Huérfanos por lo que si no nos callábamos nos castigaba, oí la voz.


Era una voz tan chiquita que parecía, ella también, un sueño dentro de esa oscuridad invencible en la que no se sueña ni se habla, una vez terminados los rezos de la noche.


“Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día”


—¿Tendremos ángel de la guarda nosotros también?– insistía la voz en un hueco lleno de oscuridad.


Nadie respondía si es que alguien escuchaba o todos fingían dormir porque si no dormíamos nos castigaban y después uno andaba todo dolorido y no podía lavar esos anchos corredores de baldosas negras y blancas, de rodillas, porque había que lavarlos de rodillas, hasta el último rincón, mientras el padre Joaquín observaba desde el extremo como nos arrastrábamos, decía que para que Dios tuviera clemencia de nosotros al ver el sacrificio.


Pensé que si no respondía a esa voz en la sombra, ella iba a repetir la frase hasta que ocupara todo aquel dormitorio en el que hacía mucho frío y éramos muchos chicos que no hablábamos, callándonos a fuerza de miedo y de penumbra.


La voz insistía. Deseaba un ángel de la guarda, dulce compañía, para quejarse con alguien de tanto desamparo, supongo yo.


—Callate…Nos van a castigar si no te callás.– dijo otra voz, más lejos y más suave, como si fuera una voz que desde otro mundo dejara el viento, ahí.


La voz que quería un ángel de la guarda, lloró.


Al dueño de esa voz que queria un ángel de la guarda y lloraba lo habían traído el día anterior. Y lo dejaron ahí, entre nosotros, como una cosa más de todas esas cosas que éramos en ese depósito de cosas que nadie necesita.


No quise contestarle porque tuve miedo de que después no se callara y empezara a hablar y a hablar. Ya nos había pasado. Después estuvimos en el patio, a la intemperie, en calzoncillos, parados toda la noche, helándonos como estatuitas de fantasmas desnudos.


Entonces, cuando alguien hablaba, nadie contestaba. El dormitorio parecía un cementerio nocturno. Todos acostados, inmóviles, como los muertos, en esas camas duras que parecían cajones donde poner los muertos esos que todos parecíamos.


El padre Director nos odiaba. Yo estoy seguro de que nos odiaba. Era un hombre con cara de animal y manos grandes, resentidas, que siempre mantenía ocultas. Yo pensaba que las escondía en la sotana para que no viéramos que eran garras y que él, todo negro dentro de su hábito negro, era un hombre que tenía garras y que estaba disfrazado de sacerdote para parecer buena persona. Pero no había buenas personas en ese lugar. Todos nos maltrataban como si fuéramos un poco de esa basura que se juntaba en el patio por las noches y había que quemar por las mañanas, después del rezo de las cinco.


A mí me dijeron que yo tenía un demonio adentro y me dieron largas penitencias que traté de cumplir, rezando todos los rezos que me dejó mi abuela como herencia, antes de morirse, antes de que me llevaran con la madre que me había abandonado, antes de que yo matara a ese hombre que vivía con la madre que me había abandonado, y antes de que el padre Director comprobara por él mismo lo que le dijo el padre Joaquín cuando me bajó los pantalones porque yo “era un nene sucio al que había que enseñarle a lavarse el pajarito”. 


Había gritado como con una suerte de espanto: “un circuncidado”. Le decían así a tener el “pito fallado” que es como le decía mi abuela a lo que ellos llamaron circuncisión. Mi abuela, la que me había enseñado todos los rezos que ellos me hacían rezar.


Conferenciaron entre ellos en voz alta, murmurando algo sobre “estos sefaradíes que llevan apellidos cristianos para confundirse” sin permitirme subir los pantalones ni los calzoncillos y terminaron confirmando que efectivamente tenía un demonio adentro, porque el demonio hablará con la boca de Dios dicen las escrituras y yo me sabía todos los rezos. Era el que más rezos sabía de todos los chicos internados ahí.


Lo que ellos no sabían es que yo los sabía, porque mi abuela, la que me los enseñó, vivía rezando para que mi padre volviera sano y salvo a casa, cuando andaba por ahí, perseguido porque decía que los pueblos instruidos serán pueblos libres y que el trabajo es dignidad. Ella iba a la iglesia y rezaba y rezaba. Me llevaba con ella. Y me hacía rezar, porque decía que Dios escucha a los niños.


Un demonio adentro, decían ellos. Casi lo que decía la mujer del tarot. Los demonios según nos enseñaban en ese lugar, son ángeles que Dios echó del cielo porque se portaron mal. Como nosotros, que por eso estábamos castigados con la orfandad y encerrados ahí para reconciliarnos con el Dios que nos castigaba y con la sociedad. Aunque ninguno de nosotros entendía bien qué fue lo que hizo.


Bueno, yo sí. Yo maté a un hombre porque escuché a mi demonio. Eso que sé que puedo liberar si lo necesito para que me proteja.


—Si. Tenemos.– le dije a la voz que seguía preguntando por el ángel de la guarda– El mío es negro. Yo tengo un ángel negro.




Niña bajo un puente





¿Quién podría ponernos cuatro fronteras, niña de la mirada debajo del impermeable? Cuatro fronteras como cuatro son los puntos cardinales, dice el hombre, o como si la verdad tuviera pensamiento abstracto o el día anclara encima de los pájaros rotundos que chillan en la devastación de los cadáveres.

Y estamos a la vera del tren, esperando comer, con cara de famélicos, con cara de huérfanos, o con cara, sencilla, de humanos que tienen hambre de otras cosas que no pasan aquí, donde pasan las cosas de todos los hombres.

¿Te dije que había cráteres? Puedo llevarte a ver los cráteres que te dije mientras mirabas el pan en mesa ajena y yo te sujetaba el muñón de robar. Puedo llevarte a ver los cráteres de las bombas de ayer, esas que no te dejaron dormir ni aunque tu madre te cantó una nana que hablaba de cosas triviales y distintas al ruido exterior y a las paredes que parecían un tambor de espanto.

En los cráteres caben los cadáveres o todos sus pedazos. Sus pedazos, te dije, violados por el aire del miedo, caídos en desorden como cosas que tirar a la calle después de la limpieza del depósito. Vamos a ver los muertos, y los cráteres. Podremos conseguir un reloj, una sortija o un zapato para calzar el pie desnudo que anda por la tierra donde los muertos vuelven fértil la vida.

Niña debajo del impermeable de tu padre, corre conmigo a ver la última cascada. Ha enrojecido porque la sangre viene de las alturas aquellas a las que nunca conseguimos subir y donde toda la primavera era amarilla. Había pájaros que se han evaporado y hombres jóvenes que no envejecerán.

Niña sin manos, bajo el impermeable de tu padre y que miras las bruscas hondonadas, te invito a ver los pedazos de patria que no quedan más que en este rigor que no sostiene el día de las minas y la sangre. Hemos perdido un pie, una mirada, un cordero, un eclipse y el silencio.

El ruido aquel estallará en los sueños hasta dejarnos sorda la emoción y desvelada para siempre el ansia.

Niña del puente roto, que ya no tiene manos y está oculta bajo el impermeable de su padre, acompáñame a ver a todos los que no sobrevivieron, porque necesito enterrar a mis amigos y tengo miedo de encontrarlos muertos y de yo estar solo con mi pala y todos sus pedazos.



De: Ius soli


Asesinando a mi madre

Yo no hubiera vuelto en mi puta vida a escribir poemas si no me hubieras obligado, negra. Así que va por vos el poemario, porque me devolviste la síntesis, que si no, esto me hubiera llevado un libro entero.




poema  1


Debería comenzar con una foto del rostro de mi madre.

Comenzar con aquellos parecidos
que nos diferenciaron.

Empezar por los ojos
a los que nos miramos para odiarnos por siempre
o por el gesto avaro de la boca
en eterno repudio.

Dicen que era bonita como una bruja mala
y que yo tengo la acidez de pupila
–como un ojo agresivo de águila maltrecha–
que esgrimía mi madre.

Tenía esta negrura inverosímil
de camino olvidado
y la inclemencia abrupta de los sismos
sobre una aldea mansa.

Mi madre quedaba sólo en las tormentas
que destruyen la mies
aguan el vino
y pudren las pezuñas del animal de granja.

Era un cuento de miedo bien contado
para este hijo que parió en la niebla.





 poema 2


Te dedico mis traumas

esos mismos
que me impiden querer a otras mujeres
como ellas merecen ser queridas.

O el no quererme a mí, sin ir más lejos.

Me apasionan las tetas de las minas.
También te debo eso.
Este gusto violento por masticar pezones
y marcar con los dientes la carne apetecible
sin el sabor a leche
sin el olor a madre
sin el calor ni el gozo.

Este desquerimiento de lo cálido,
esta honradez que tiene el touch and go
esta poca paciencia con la simpleza de lo femenino.
Este machismo,
esta petulancia,
esta zozobra en mí
y este silencio de vegetal maduro
que se seca de pie
sin semillar.

Al final te debo tantas cosas
como las que se deben a una madre.




 poema 3

El día de los miedos no te vi.

No te vi en la alegría ni en la luz
ni en la paz ni en la risa
ni en el llanto
porque del llanto te borró mi lágrima
para que no estuvieras.

¿Qué recuerdo?

Nada. No recuerdo.

A veces un olor a pescadería sucia
o a sábana sudada
o a animal de pelo
o a baño
llega como se va,
sin decir nada
que quede en el re-cuerdo
en que me he convertido.

Alguna vez dijiste que yo era un chico fuerte.
Es un pendejo fuerte
no hay que tenerle lástima.

Tampoco amor, parece.





 poema 4

Mi abuelo Gav no hablaba de mi madre.

Tampoco hablaba de la que tampoco fue mi abuela.

Las había olvidado como a una cosa rota
en el tacho de lo descartable.

A él me parezco mucho desde la planta al gesto
como un eco de piedra
invulnerable.

Mi abuelo Gav y yo hicimos una dupla de Gavri-eles
que enfrentaban la piel de la miseria
desde la asfixia de sus oquedades.

Hacíamos silencio
para no lastimar con nuestros vidrios rotos
la ceguera del alma
y dejábamos
–siempre para después–
la confesión de ausencia.

Mi abuelo Gav y yo:
gesto soldado,
camaradas de armas del “te olvido”.






 poema 5

La cama no era ancha y olía a piel

y a pelo oscuro y amplio
y a cuerpo de animal que espera insomne
y a sudor
y a saliva y jadeo.

La cama no era ancha. Estaba sucia
de dejadez y asco,
de una pringosa ausencia de esperanza,
de chocolates y desodorante,
de roce copular
y de vacío.

Cómo nunca supiste de mí nada,
tampoco sabés que yo iba ahí.

Me tiraba de boca como en un mar inhóspito
y refregaba en esas olas pútridas
el ansia del olfato
las mejillas de las cachetadas
el labio de lo mudo
y la necesidad

esa necesidad por importarte.

Le prestaba a todos tus olores
mi tan pequeño olor desamparado.

Pero no lo notaste.


poema 6

Lo voz de mis hermanos era el llanto.

Era un llanto sin forma, todo llanto
todo quejido
todo hecho con niños que berrean.

Era un llanto del hambre y de la sed.
Un llanto oculto
frágil
disociado.

Moco y saliva y llanto, pis y caca
en un espacio incómodo y sin nadie
para satisfacer
esa exigencia húmeda, primaria.

La voz de mis hermanos
era ese llanto roto con que las tripas crujen
y los dientes esperan un mordisco de pan
o un sorbo de matecocido.

La voz de mis hermanos era un llanto reducto
involutivo
que gemía en todos los rincones
desvelando la mugre y las arañas.

¿Por qué estabas tan sorda, me pregunto?

No llorés vos también, gritaste un día.
Y yo no lloré más, de nunca más, se entiende.




poema 7


Seguramente ahora
que soy alto y atlético y tengo
esta pinta de gangster
este lomo de Rocky
y esta actitud de Rambo patotero
te gustaría yo.

Te gustaría mi sonrisa de animal de mordisco
y mis ojos serenos al acecho
y mis manos que pegan o construyen
y mi silencio amargo de tipo que no cede.

Harías tus escenas de zoológico como la mona Chita,
frente a un macho Tarzán
de esos que usaste
para llenar de hijos –de nadie– la cocina
sin madre
y la mesa
sin madre
y la vida
 sin madre
y tus orgasmos en la oscuridad.

Te acostarías conmigo exhibiendo tus ancas fabulosas
de ampulosa mujer renacentista
y tus pechos rechonchos de áspera polaca
y tu temple de puta
enamorada siempre de tipos insufribles como yo.

Estoy seguro. Ahora me amarías
hasta perder la vida entre mis manos.



poema 8

¿Qué había en el dolor?

¿Cuál era el artilugio que te agotaba el gesto de mujer
y te volvía esa muñeca víbora?

A veces me pregunto si
–como la mía–
tu vida no era otra cosa que un reproche agresivo
al que había sellado el desamparo.

El desamor te vuelve impenitente
ya sea porque vas de eterno huérfano
haciendo de mendigo
o porque como yo te ponés ácido
como una cosa a la que ganó el moho
e intoxica a cualquiera que la acerca su lengua
con el raro placer de lo querible.

Heredé esa toxicidad de tus efluvios
y esa toxicidad de tus ausencias
y esa toxicidad de lo irredento
que mastica su mundo de enemigos.
Esa faceta de lo imperdonable
y esa dureza de lo despreciado.

La casta del veneno
que obliga a no querer
a nadie que nos quiera.




 poema 9

El por qué terminé siendo judío
sigue siendo una incógnita

porque de madre judía tenías poco
y sin embargo
conseguiste un mohel.

¿Qué te pasó esa vez por la cabeza?

¿Crearme más problemas para encajar la vida?
¿Donar otro expulsado de las cosas
a las causas con diáspora?
¿Dejar alguna herencia de tu paso
por el mundo feliz del ateísmo?
¿Contrarrestarle a D.os otro demonio
que te nació deprisa y a destiempo
en tu vientre tan joven de súcubo alienado?

Tu primer hijo, un diablo hecho y derecho,
que te busca en las sombras
como a un poco de espanto
en el infierno que le construiste
para guardarlo solo
como a un perro Cerbero que iba a morder tu aliento.

Igual te lo agradezco y debe ser lo único
que realmente hiciste bien por mí.




poema 10 

Yo no sé si reía.

Dudo sinceramente de que mi madre riera alguna vez.

Siempre estaba violenta
como un juguete roto que se desarticula
y cuelga desarmado de sí mismo.

Dudo de que haya sido niña o mujer buena
o hija de su madre y de su padre
o que haya hecho también su Bat Mitzvâ
o en Janucâ encendido nueve velas
o algo
algo normal de todas esas cosas que hace la gente buena.

Dudo de que llorara aunque la vi llorar
con un lamento de laguna en sombra
desnuda como un cuerpo desarmado y desnudo
con alas de lechuza hechas completamente de cabello.

Lloraba como un mico que sisea
o como algo que se va muriendo, impertinente
y desacomodado de artificios.

Me gritó que me fuera y yo me fui
porque no le servía para nada.





De las cartas cerradas y otras incoherencias (toma XIV)

22 by F. Kaylac



Voy dejando -como a un mal hábito- la piel.

Voy dejando la piel en todo lo que hago y también en aquellas cosas que postergo y no hago y que luego me encuentran en un charco de silencio oscuro y pestilente sobre el que me arrodillo a beber de mi sombra la templanza.

Una sombra es eterna. Nada la modifica y viaja por la vida pegada al impostor que la posee.

Esta nueva oficina en que pervivo con mis malas costumbres, es amplia, con ventanales que miran al oriente. Cuando llego no hay sol todavía y un resplandor extraño se apodera de mí y de mis deberes, mientras ocurre el día encima del asfalto.

Las tareas aquí son grises como yo. Oscuras y violentas como yo. A veces son efervescentes y es cuando me gusta mi trabajo porque hay que apostar el culo al éxito y marearse con la adrenalina.

El peligro en mi vida constituye un vicio, una entidad metódica como para un diabético lo es el inyectarse la insulina. Si se ausenta, mi organismo enferma de un hastío infecundo y progresivo, que avanza hacia un estallido inevitable, con sus también inevitables consecuencias.

Ya para hablar de vos y obviar hablar de mí, porque sé que te gusta que hable de mí y necesito esta maldad tan franca, paso a contarte de mi estupidez y de que idealizo a veces tus cristales que lloran y se rompen en vísceras de vidrio que te cortan y me cortan las manos de degollar los pájaros.

Embalsamo tus aves con sangre de aserrín y sepultura. Hay algo en esas aves sin cabeza que no tiende a lo macabro sino a lo fetichista, a ese guardar la estopa de los juguetes viejos y los ojos de acrílico de las muñecas peponas que sin embargo dejaste de guardar desde el preciso instante en que naciste, porque algunas personas venimos ya por gastadas, viejas, arruinadas de sol, hechas de brújulas que señalan el polo o los desiertos.

¿Por qué te escribo ésto? Qué sé yo. Será tal vez porque la noche avanza y no oigo el mar. Porque voy perdiendo mis ganas de escribir tantas miserias y que queden ahí, como las gaviotas que criamos para degollarlas cuando sopla mal viento.

Mis hombres me tienen más miedo que a pecar y quizás necesito decirte que elijo un trabajo peor que el otro y que no estoy en paz con nada de este mundo si no estoy en el mundo donde no existe paz.

Ya sé, vas a decirme que soy contradictorio y que me gustan los líos y los barros y que no entiendo nada de hacer pan pero que se me da bien plantar un árbol y sobre todo escribir un libro.

Y yo voy a decir que no preguntes que hago en esta oficina de paredes sonoras donde el sol es una niebla que cubre de amarillo el olor de los muertos de mi vida, como si fuera un campo de genista, sobre el que yo recuesto mis palabras como si también me hubiera muerto.

Te escribo porque no aprendo a hablar de lo que pasa. Y porque necesito que lo sepas.


Gravitacional




Los puestos de vigía eran ácidos contra el viento vacío de balidos. Ácidos y solitarios como la destemplanza y la espera que jamás acaba en el olvido porque la geografía era un mundo hecho para gigantes y nosotros, pequeños y alejados, figuritas ocultas en la piedra como piedritas mínimas que se movieran solas al rozarlas el cielo.

La guerra estaba en el discurso de las cosas, pero desde allí no se veía y todo nos pasaba en el silencio.

Mis hombres y yo no estábamos seguros de qué cosa hacíamos en aquel lugar y nos limitábamos a acompañar la vida como la vida era: un esperar la muerte en el combate.

Los de allí tampoco sé si estaban convencidos de lo desigual. Suplían lo desigual con apostura, con entrega, con esa fe ardorosa que tienen los movimientos dignos. La causa era la tierra. La causa de los pueblos es la tierra, el lugar, una noción de patria que se busca y que a veces no está.

Yo convencía con eso a mis hombres de que no nos habían mandado a un “muere” equivocado, porque nosotros sabíamos de diásporas y de persecuciones y ellos me miraban con un gesto dramático que no decía palabras en aquella impetuosa inmensidad.

Granos de luz en tiempo de paisajes, esperábamos en las alturas la procesión de la muerte por los valles. Ansiábamos matarla por la espalda.



Imagen: Álbum de la tropa


Final abierto


                          .

Llueve en un exterior que no respeto, que no conozco, al que no adhiero, al que desprecio, del que quisiera huir y al que, sin embargo, estoy encadenado en la derrota

Llueve. Profundamente llueve una irrisoria vastedad de charcos de agua y sangre, mezclados en un asfalto triste, innavegable.

El aire se ha hecho sórdido, con voz de campanario derruido y hay una opalescencia neblinosa que dibuja extrañas pantomimas en los focos de luz.

No se ve nada más que niebla y agua palpitando con una torpe arritmia en este momento por el que camino una calle que brilla como cualquier ataúd recién lustrado.

Llueve de manera otoñal sobre una vida que declina en silencio y se desvasta, franca y descorazonadoramente se desvasta, exenta de esperanza.

Hay niños en la calle. Hay mujeres con niños en la calle. Hay hombres y mujeres con niños en la calle, que se pierden en agujeros húmedos, como figuras que desaparecen del orden de las cosas.

La soledad se vuelve un raro agravio, mas no para mí, que soy un extranjero en una ciudad anecdótica e inventadamente cosmopolita for export, pero que en realidad expulsa todo lo que se le acerca o lo vuelve -de pronto- miserable.

Es una vida con final abierto, como una carta con final abierto, como un relato con final abierto, como tus ojos de final abierto que tratan de leer en mi boca cerrada, de qué se trata mi última amargura.


(De: Psicoámbitos)



B negativo






"Ay, pero es que su mercé tiene la sangre de los dioses y dónde es que quiere su mercé que encuentre de esa sangre, qué habrá sido inoportuno su mercé, venir a desangrarse ahora en que ni plasma hay, pero cómo se le ocurre."

Y corría, mientras hablaba como un loro automático. Corría desesperadamente y tan Cruz Roja, que corría el doble de lo que puede correr cualquier enfermera en un hospital que no es un toldo bajo el que todo falta. 

"Pero encima, B negativo, diga ¿no podía nacerse de otra sangre? No se me desangre y quién le manda y de dónde le saco yo ahorita O negativo si ni del positivo tengo, tenga en cuenta que complicado resulta su mercé". 

Y baja la diarrea arterial mojando el torniquete, puta sangre, que lo empapa todo con ese nombre que no conoce nadie en el territorio de la sangre.

 "Aguante pué, B negativo tenía que ser, y que otra cosa podía ser, su mercé y sus ocurrencias", como si la genética fuera algo que excede a las extrañas ocurrencias de Dios, si acaso ese día había un dios disponible, más modesto que el que hizo las cosas complicadas.

*

-¿Qué-e-e-e-e-e-e-e-e?
-B negativo.
-Yo.
-Entonces andá.

Y uno llega jodido y en ayunas, con cara de preocupación para el degüello y pregunta en la entrada y te mandan a Hemoterapia, "si, para la chica esa que se cortó las venas después de hacerse un aborto con un gancho".
Algún dios modesto, no el gran dios, arruga los caminos y los vuelve como un cruce de rutas o planta un tope raro y uno dobla y desemboca...

-¿Estás todavía en la escuela? como si no le alcanzaran a Hesíodo los demonios que reemplazan las cargas.
- ...si, ¿qué pasa? 

y entonces, ahh, me gusta el viento que se come la Kawa y uno llega con cara de "he llegado" entre los B negativos de este mundo, para devolverle la sangre a alguien que se quiere morir con las venas cortadas.

*

- Hay otras formas.
- Yo no las encuentro, sensei.
- Yo tampoco, pero sé que hay otras. ¿Ves que estoy viejo? Sigo buscándolas.
- Yo no soy valiente como usted.
- O yo no soy tan cobarde como vos.
- Usted no es cobarde, sensei.
- Lo disimulo mejor.
- No se vaya.
- No me voy...y si la enfermera con cara culera me pone más cara ortiba...le corto la yugular y nos chupamos la sangre...que estamos los dos escasos.
- ¿ Y si no tiene nuestro grupo?
- Ya no existirían las vampiros.

Que una pendeja de dieciseis años elija morir, me hace replantearme para que mierda vivo.
Soy un guerrero clase B y encima negativo.

De última, me queda el infortunio.


(De: La memoria (in)docente)


Participan en este sitio sólo escasas mentes amplias

Uno mismo

En tu cuarto hay un pájaro (de Pájaros de Ionit)

Un video de Mirella Santoro

SER ISRAELÍ ES UN ORGULLO, JAMÁS UNA VERGÜENZA

Sencillamente saber lo que se es. Sencillamente saber lo que se hace. A pesar del mundo, saber lo que se es y saber lo que se hace, en el orgullo del silencio.

Valor de la palabra

Hombres dignos se buscan. Por favor, dar un paso adelante.

No a mi costado. En mí.

Poema de Morgana de Palacios - Videomontaje de Isabel Reyes

Historia viva - ¿Tanto van a chillar por un spot publicitario?

Las Malvinas fueron, son y serán argentinas mientras haya un argentino para nombrarlas.
El hundimiento del buque escuela Crucero Ara General Belgrano, fue un crimen de guerra que aún continúa sin condena.

Porque la buena amistad también es amor.

Asombro de lo sombrío

Memoria AMIA

Sólo el amor - Silvio Rodríguez

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Feria del Libro de Jerusalem - 2013

Feria del Libro de Jerusalem - 2013
Café literario - Centro de convenciones de Jerusalem

Acto de fe

Necesito perdonar a los que te odiaron y ofendieron a vos. Ya cargo demasiado odio contra los que dijeron que me amaban a mí.

Irse muriendo (lástima que el reportaje sea de Víctor Hugo Morales)

Hubo algo de eso de quedarse petrificado, cuando vi este video. Así, petrificado como en las películas en las que el protagonista se mira al espejo y aparece otro, que también es él o un calco de él o él es ese otro al que mira y lo mira, en un espejo que no tiene vueltas. Y realmente me agarré tal trauma de verme ahí a los dieciseis años, con la cara de otro que repetía lo que yo dije tal y como yo lo dije cuarenta años antes, que me superó el ataque de sollozos de esos que uno no mide. Cómo habrá sido, que mi asistente entró corriendo asustado, preguntándome si estaba teniendo un infarto. A mi edad, haber sido ese pendejo y ser este hombre, es un descubrimiento pavoroso, porque sé, fehacientemente, que morí en alguna parte del trayecto.

Poema 2



"Empapado de abejas
en el viento asediado de vacío
vivo como una rama,
y en medio de enemigos sonrientes
mis manos tejen la leyenda,
crean el mundo espléndido,
esa vela tendida."

Julio Cortázar

Mis viejos libros, cuando usaba otro seudónimo y ganaba concursos.

Mis viejos libros, cuando usaba otro seudónimo y ganaba concursos.
1a. edición - bilingüe