Yo no hubiera vuelto en mi puta vida a escribir poemas si no me hubieras obligado, negra. Así que va por vos el poemario, porque me devolviste la síntesis, que si no, esto me hubiera llevado un libro entero.
poema 1
Debería comenzar con una foto del rostro de mi madre.
Comenzar con aquellos parecidos
que nos diferenciaron.
Empezar por los ojos
a los que nos miramos para odiarnos por siempre
o por el gesto avaro de la boca
en eterno repudio.
Dicen que era bonita como una bruja mala
y que yo tengo la acidez de pupila
–como un ojo agresivo de águila maltrecha–
que esgrimía mi madre.
Tenía esta negrura inverosímil
de camino olvidado
y la inclemencia abrupta de los sismos
sobre una aldea mansa.
Mi madre quedaba sólo en las tormentas
que destruyen la mies
aguan el vino
y pudren las pezuñas del animal de granja.
Era un cuento de miedo bien contado
para este hijo que parió en la niebla.
Te dedico mis traumas
esos mismos
que me impiden querer a otras mujeres
como ellas merecen ser queridas.
O el no quererme a mí, sin ir más lejos.
Me apasionan las tetas de las minas.
También te debo eso.
Este gusto violento por masticar pezones
y marcar con los dientes la carne apetecible
sin el sabor a leche
sin el olor a madre
sin el calor ni el gozo.
Este desquerimiento de lo cálido,
esta honradez que tiene el touch and go
esta poca paciencia con la simpleza de lo femenino.
Este machismo,
esta petulancia,
esta zozobra en mí
y este silencio de vegetal maduro
que se seca de pie
sin semillar.
Al final te debo tantas cosas
como las que se deben a una madre.
El día de los miedos no te vi.
No te vi en la alegría ni en la luz
ni en la paz ni en la risa
ni en el llanto
porque del llanto te borró mi lágrima
para que no estuvieras.
¿Qué recuerdo?
Nada. No recuerdo.
A veces un olor a pescadería sucia
o a sábana sudada
o a animal de pelo
o a baño
llega como se va,
sin decir nada
que quede en el re-cuerdo
en que me he convertido.
Alguna vez dijiste que yo era un chico fuerte.
Es un pendejo fuerte
no hay que tenerle lástima.
Tampoco amor, parece.
Mi abuelo Gav no hablaba de mi madre.
Tampoco hablaba de la que tampoco fue mi abuela.
Las había olvidado como a una cosa rota
en el tacho de lo descartable.
A él me parezco mucho desde la planta al gesto
como un eco de piedra
invulnerable.
Mi abuelo Gav y yo hicimos una dupla de Gavri-eles
que enfrentaban la piel de la miseria
desde la asfixia de sus oquedades.
Hacíamos silencio
para no lastimar con nuestros vidrios rotos
la ceguera del alma
y dejábamos
–siempre para después–
la confesión de ausencia.
Mi abuelo Gav y yo:
gesto soldado,
camaradas de armas del “te olvido”.
La cama no era ancha y olía a piel
y a pelo oscuro y amplio
y a cuerpo de animal que espera insomne
y a sudor
y a saliva y jadeo.
La cama no era ancha. Estaba sucia
de dejadez y asco,
de una pringosa ausencia de esperanza,
de chocolates y desodorante,
de roce copular
y de vacío.
Cómo nunca supiste de mí nada,
tampoco sabés que yo iba ahí.
Me tiraba de boca como en un mar inhóspito
y refregaba en esas olas pútridas
el ansia del olfato
las mejillas de las cachetadas
el labio de lo mudo
y la necesidad
esa necesidad por importarte.
Le prestaba a todos tus olores
mi tan pequeño olor desamparado.
Pero no lo notaste.
Lo voz de mis hermanos era el llanto.
Era un llanto sin forma, todo llanto
todo quejido
todo hecho con niños que berrean.
Era un llanto del hambre y de la sed.
Un llanto oculto
frágil
disociado.
Moco y saliva y llanto, pis y caca
en un espacio incómodo y sin nadie
para satisfacer
esa exigencia húmeda, primaria.
La voz de mis hermanos
era ese llanto roto con que las tripas crujen
y los dientes esperan un mordisco de pan
o un sorbo de matecocido.
La voz de mis hermanos era un llanto reducto
involutivo
que gemía en todos los rincones
desvelando la mugre y las arañas.
¿Por qué estabas tan sorda, me pregunto?
No llorés vos también, gritaste un día.
Y yo no lloré más, de nunca más, se entiende.
Seguramente ahora
que soy alto y atlético y tengo
esta pinta de gangster
este lomo de Rocky
y esta actitud de Rambo patotero
te gustaría yo.
Te gustaría mi sonrisa de animal de mordisco
y mis ojos serenos al acecho
y mis manos que pegan o construyen
y mi silencio amargo de tipo que no cede.
Harías tus escenas de zoológico como la mona Chita,
frente a un macho Tarzán
de esos que usaste
para llenar de hijos –de nadie– la cocina
sin madre
y la mesa
sin madre
y la vida
sin madre
y tus orgasmos en la oscuridad.
Te acostarías conmigo exhibiendo tus ancas fabulosas
de ampulosa mujer renacentista
y tus pechos rechonchos de áspera polaca
y tu temple de puta
enamorada siempre de tipos insufribles como yo.
Estoy seguro. Ahora me amarías
hasta perder la vida entre mis manos.
¿Qué había en el dolor?
¿Cuál era el artilugio que te agotaba el gesto de mujer
y te volvía esa muñeca víbora?
A veces me pregunto si
–como la mía–
tu vida no era otra cosa que un reproche agresivo
al que había sellado el desamparo.
El desamor te vuelve impenitente
ya sea porque vas de eterno huérfano
haciendo de mendigo
o porque como yo te ponés ácido
como una cosa a la que ganó el moho
e intoxica a cualquiera que la acerca su lengua
con el raro placer de lo querible.
Heredé esa toxicidad de tus efluvios
y esa toxicidad de tus ausencias
y esa toxicidad de lo irredento
que mastica su mundo de enemigos.
Esa faceta de lo imperdonable
y esa dureza de lo despreciado.
La casta del veneno
que obliga a no querer
a nadie que nos quiera.
El por qué terminé siendo judío
sigue siendo una incógnita
porque de madre judía tenías poco
y sin embargo
conseguiste un mohel.
¿Qué te pasó esa vez por la cabeza?
¿Crearme más problemas para encajar la vida?
¿Donar otro expulsado de las cosas
a las causas con diáspora?
¿Dejar alguna herencia de tu paso
por el mundo feliz del ateísmo?
¿Contrarrestarle a D.os otro demonio
que te nació deprisa y a destiempo
en tu vientre tan joven de súcubo alienado?
Tu primer hijo, un diablo hecho y derecho,
que te busca en las sombras
como a un poco de espanto
en el infierno que le construiste
para guardarlo solo
como a un perro Cerbero que iba a morder tu aliento.
Igual te lo agradezco y debe ser lo único
que realmente hiciste bien por mí.
Yo no sé si reía.
Dudo sinceramente de que mi madre riera alguna vez.
Siempre estaba violenta
como un juguete roto que se desarticula
y cuelga desarmado de sí mismo.
Dudo de que haya sido niña o mujer buena
o hija de su madre y de su padre
o que haya hecho también su Bat Mitzvâ
o en Janucâ encendido nueve velas
o algo
algo normal de todas esas cosas que hace la gente buena.
Dudo de que llorara aunque la vi llorar
con un lamento de laguna en sombra
desnuda como un cuerpo desarmado y desnudo
con alas de lechuza hechas completamente de cabello.
Lloraba como un mico que sisea
o como algo que se va muriendo, impertinente
y desacomodado de artificios.
Me gritó que me fuera y yo me fui
porque no le servía para nada.