22 by F. Kaylac |
Voy dejando -como
a un mal hábito- la piel.
Voy dejando la
piel en todo lo que hago y también en aquellas cosas que postergo y no hago y
que luego me encuentran en un charco de silencio oscuro y pestilente sobre el que
me arrodillo a beber de mi sombra la templanza.
Una sombra es
eterna. Nada la modifica y viaja por la vida pegada al impostor que la posee.
Esta nueva oficina
en que pervivo con mis malas costumbres, es amplia, con ventanales que miran al
oriente. Cuando llego no hay sol todavía y un resplandor extraño se apodera de
mí y de mis deberes, mientras ocurre el día encima del asfalto.
Las tareas aquí son
grises como yo. Oscuras y violentas como yo. A veces son efervescentes y es
cuando me gusta mi trabajo porque hay que apostar el culo al éxito y marearse
con la adrenalina.
El peligro en mi
vida constituye un vicio, una entidad metódica como para un diabético lo es el inyectarse
la insulina. Si se ausenta, mi organismo enferma de un hastío infecundo y
progresivo, que avanza hacia un estallido inevitable, con sus también inevitables
consecuencias.
Ya para hablar
de vos y obviar hablar de mí, porque sé que te gusta que hable de mí y necesito
esta maldad tan franca, paso a contarte de mi estupidez y de que idealizo a veces
tus cristales que lloran y se rompen en vísceras de vidrio que te cortan y me
cortan las manos de degollar los pájaros.
Embalsamo tus
aves con sangre de aserrín y sepultura. Hay algo en esas aves sin cabeza que no
tiende a lo macabro sino a lo fetichista, a ese guardar la estopa de los
juguetes viejos y los ojos de acrílico de las muñecas peponas que sin embargo
dejaste de guardar desde el preciso instante en que naciste, porque algunas
personas venimos ya por gastadas, viejas, arruinadas de sol, hechas de brújulas
que señalan el polo o los desiertos.
¿Por qué te
escribo ésto? Qué sé yo. Será tal vez porque la noche avanza y no oigo el mar.
Porque voy perdiendo mis ganas de escribir tantas miserias y que queden ahí, como
las gaviotas que criamos para degollarlas cuando sopla mal viento.
Mis hombres me
tienen más miedo que a pecar y quizás necesito decirte que elijo un trabajo
peor que el otro y que no estoy en paz con nada de este mundo si no estoy en el
mundo donde no existe paz.
Ya sé, vas a
decirme que soy contradictorio y que me gustan los líos y los barros y que no
entiendo nada de hacer pan pero que se me da bien plantar un árbol y sobre todo
escribir un libro.
Y yo voy a decir
que no preguntes que hago en esta oficina de paredes sonoras donde el sol es
una niebla que cubre de amarillo el olor de los muertos de mi vida, como si
fuera un campo de genista, sobre el que yo recuesto mis palabras como si
también me hubiera muerto.
Te escribo
porque no aprendo a hablar de lo que pasa. Y porque necesito que lo sepas.