—¿Nosotros tenemos un ángel de la guarda?
En la penumbra licuada del dormitorio donde se estaba obligado a
hacer silencio porque el hermano Capiolli –que nos cuidaba de noche– así dijo
que decía el reglamento de ese Hogar de Huérfanos por lo que si no nos callábamos
nos castigaba, oí la voz.
Era una voz tan chiquita que parecía, ella también, un sueño dentro
de esa oscuridad invencible en la que no se sueña ni se habla, una vez
terminados los rezos de la noche.
“Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche
ni de día”
—¿Tendremos ángel de la guarda nosotros también?– insistía la voz
en un hueco lleno de oscuridad.
Nadie respondía si es que alguien escuchaba o todos fingían dormir
porque si no dormíamos nos castigaban y después uno andaba todo dolorido y no podía
lavar esos anchos corredores de baldosas negras y blancas, de rodillas, porque
había que lavarlos de rodillas, hasta el último rincón, mientras el padre
Joaquín observaba desde el extremo como nos arrastrábamos, decía que para que
Dios tuviera clemencia de nosotros al ver el sacrificio.
Pensé que si no respondía a esa voz en la sombra, ella iba a
repetir la frase hasta que ocupara todo aquel dormitorio en el que hacía mucho
frío y éramos muchos chicos que no hablábamos, callándonos a fuerza de miedo y
de penumbra.
La voz insistía. Deseaba un ángel de la guarda, dulce compañía,
para quejarse con alguien de tanto desamparo, supongo yo.
—Callate…Nos van a castigar si no te callás.– dijo otra voz, más
lejos y más suave, como si fuera una voz que desde otro mundo dejara el viento,
ahí.
La voz que quería un ángel de la guarda, lloró.
Al dueño de esa voz que queria un ángel de la guarda y lloraba lo
habían traído el día anterior. Y lo dejaron ahí, entre nosotros, como una cosa
más de todas esas cosas que éramos en ese depósito de cosas que nadie necesita.
No quise contestarle porque tuve miedo de que después no se callara
y empezara a hablar y a hablar. Ya nos había pasado. Después estuvimos en el
patio, a la intemperie, en calzoncillos, parados toda la noche, helándonos como
estatuitas de fantasmas desnudos.
Entonces, cuando alguien hablaba, nadie contestaba. El dormitorio
parecía un cementerio nocturno. Todos acostados, inmóviles, como los muertos,
en esas camas duras que parecían cajones donde poner los muertos esos que todos
parecíamos.
El padre Director nos odiaba. Yo estoy seguro de que nos odiaba.
Era un hombre con cara de animal y manos grandes, resentidas, que siempre mantenía
ocultas. Yo pensaba que las escondía en la sotana para que no viéramos que eran
garras y que él, todo negro dentro de su hábito negro, era un hombre que tenía
garras y que estaba disfrazado de sacerdote para parecer buena persona. Pero no
había buenas personas en ese lugar. Todos nos maltrataban como si fuéramos un
poco de esa basura que se juntaba en el patio por las noches y había que quemar
por las mañanas, después del rezo de las cinco.
A mí me dijeron que yo tenía un demonio adentro y me dieron largas
penitencias que traté de cumplir, rezando todos los rezos que me dejó mi abuela
como herencia, antes de morirse, antes de que me llevaran con la madre que me
había abandonado, antes de que yo matara a ese hombre que vivía con la madre
que me había abandonado, y antes de que el padre Director comprobara por él
mismo lo que le dijo el padre Joaquín cuando me bajó los pantalones porque yo
“era un nene sucio al que había que enseñarle a lavarse el pajarito”.
Había gritado como con una suerte de espanto: “un circuncidado”. Le
decían así a tener el “pito fallado” que es como le decía mi abuela a lo que
ellos llamaron circuncisión. Mi abuela, la que me había enseñado todos los
rezos que ellos me hacían rezar.
Conferenciaron entre ellos en voz alta, murmurando algo sobre
“estos sefaradíes que llevan apellidos cristianos para confundirse” sin
permitirme subir los pantalones ni los calzoncillos y terminaron confirmando
que efectivamente tenía un demonio adentro, porque el demonio hablará con la
boca de Dios dicen las escrituras y yo me sabía todos los rezos. Era el que más
rezos sabía de todos los chicos internados ahí.
Lo que ellos no sabían es que yo los sabía, porque mi abuela, la
que me los enseñó, vivía rezando para que mi padre volviera sano y salvo a
casa, cuando andaba por ahí, perseguido porque decía que los pueblos instruidos
serán pueblos libres y que el trabajo es dignidad. Ella iba a la iglesia y
rezaba y rezaba. Me llevaba con ella. Y me hacía rezar, porque decía que Dios
escucha a los niños.
Un demonio adentro, decían ellos. Casi lo que decía la mujer del
tarot. Los demonios según nos enseñaban en ese lugar, son ángeles que Dios echó
del cielo porque se portaron mal. Como nosotros, que por eso estábamos
castigados con la orfandad y encerrados ahí para reconciliarnos con el Dios que
nos castigaba y con la sociedad. Aunque ninguno de nosotros entendía bien qué fue
lo que hizo.
Bueno, yo sí. Yo maté a un hombre porque escuché a mi demonio. Eso
que sé que puedo liberar si lo necesito para que me proteja.
—Si. Tenemos.– le dije a la voz que seguía preguntando por el ángel
de la guarda– El mío es negro. Yo tengo un ángel negro.